Ficción literaria | Compartimos el cuento de Manuel Rivas* en el que el jugador más grande de todos los tiempos pareciera colarse en una clase cualquiera de una escuela secundaria. Agradecemos a su autor estrenarlo en Diario Cuarto Poder.

 

“La pelota no se mancha”.                                                                                                              (Diego Maradona)

 

El día que Maradona fue a mi clase

           No había dormido bien, al punto que abrí los ojos sobresaltado porque el despertador me había jugado una mala pasada y se silenció, quizás también amordazado por la angustia. Hice todo lo que de manera ritual realizaba cada mañana, pero con la aceleración propia de quien teme llegar tarde al trabajo. Mientras estacionaba el auto, escuché el timbre de entrada, lo que me devolvió el alma al cuerpo. Desde el portón participé sin estar de la ceremonia de izamiento de la bandera. Las puertas siempre permanecían cerradas para que aquellos alumnos que llegaban sobre la hora, no demoraran ni entorpecieran la mecánica rutina diaria.
      Los chicos movían la boca somnolientos, mientras el equipo de audio suplía las faltas de ganas y energías propias de la adolescencia. Corrían los primeros años del siglo XXI, cada vez más alejados de 1994, el año que marcó la decadencia de Diego Maradona, aquel ídolo que había dado tantas alegrías en México 86 y que había quedado a las puertas de una nueva hazaña en Italia 90. Justamente en esa década y a fuerza de grandes sacrificios abracé la carrera docente. O sea que, por entonces, ya me había consolidado como el viejo de Lengua o de Historia, según el día y horario que me tocara en la organizada grilla escolar.
      La noche anterior no había podido dormir de la inquietud. Ella me había visitado en mi solitario departamento y enumeró una serie de inconvenientes que dificultaban la continuidad de nuestra relación. En ninguna de esas razones había responsabilidad mía. Todas las argumentaciones se orientaban a sus propios desaciertos. No sé por qué, pero me figuré como el propio Maradona recibiendo fuertes patadas y, aunque fueran por demás violentas, me incorporaba y continuaba. Sus miedos al fracaso y a fantasmas de su pasado eran poderosos.
      La bandera se elevaba lentamente con la parsimonia propia de quien quiere hacer coincidir su llegada a lo más alto con los últimos acordes de Aurora. Desde atrás, el propio director, Marcos Saldaño, y un grupo de preceptores, vigilaban que todo se diera con normalidad. El que estuviera macaneando seguro que era separado de las filas para el primer sermón de la mañana.
      Después que los alumnos que habían izado la bandera se ubicaran nuevamente en las hileras del curso correspondiente, el director caminaba con paso marcial hacia el frente. Sólo en ese momento todos los chicos podían observarlo de cuerpo entero, aunque su presencia siempre estaba latente en esa ceremonia y en su actitud vigilante. El tiempo se paralizaba en ese momento que mediaba entre su llegada al frente de la formación y su escueto saludo.
      —Buenos días alumnos.
      La respuesta no se hacía esperar. Era como si todos hubieran despertado sorprendidos por un golpe con la palma abierta sobre la nuca.
      —Pueden ir en orden a sus aulas- el mandato que se cumplía a rajatabla ante la mirada de los cancerberos o preceptores.
Justamente Matías Aguirre, el más antiguo de ellos, era una especie de San Pedro que, con la llave reluciente en sus manos, abría la puerta principal. Los alumnos quedaban allí para el inventario de los perezosos, mientras que los profesores que no habíamos llegado a tiempo pasábamos apurando el paso. En eso estaba cuando una voz femenina y algo enfática me dijo:
      —¡Profesor! No hemos dormido juntos…
      De repente me detuve en seco y giré levantando mi dedo índice para responder a la preceptora:
      —Todavía no….
      Su rostro se puso de todos los colores y no le quedó otra que reír de la ocurrencia y agregar:
      —Ay este profesor. Usted no sirve.
      —Se le agradece- respondí con la sonrisa pícara de la broma efectiva.
      Era una escuela técnica y el curso que me tocaba en suerte esa primera hora estaba compuesto íntegramente por varones. La presencia incipiente de mujeres marcaba un punto de igualdad que consideraba por demás justo, y me enorgullecía cuando los profesores de taller señalaban que las jóvenes eran mejores que los varones a la hora de usar los equipos de soldadura, de los cuales la escuela tenía una gran variedad.
      De camino al aula, transitaba por la galería. Traté de sacarme de encima esa mochila de pensamientos que me llevaban irremediablemente hacia ella. Su anterior experiencia de ojos amoratados, golpes en todo su cuerpo y hasta relaciones sexuales no consentidas, eran un duro legado que mis caricias, besos y toda la dulzura del amor que nos unía podía neutralizar. Siempre el miedo observaba agazapado para destrozar cada sueño, cada proyecto que nacía en nuestras miradas y corazones.
      Me sentí un Maradona con el tobillo hinchado, infiltrándose para poder jugar. Tenía que luchar hasta el final, como en aquel partido de estudiante, cuando mi colegio perdía y visualicé la posibilidad del milagro. El Colorao había visto adelantado al arquero y desde el sector derecho de la media cancha le pegó con todas sus fuerzas a la pelota. Ya cuando hacía el movimiento con su pierna comencé a correr a toda velocidad, adivinando que se podría presentar la posibilidad. El balón venía envenenado y el arquerito contrario retrocedía con zancadas hacia atrás. Estiró sus brazos lo más que pudo y la pelota pareció sobrarlo. Ya estaba junto a él cuando el esférico golpeó sus guantes y lo superó, dio un bote alto en el suelo y de un cabezazo la mandé adentro. ¡Qué alegría! Mis compañeros me abrazaban porque ese empate nos mantenía vivos en el torneo. Así estábamos nosotros, también vivos, pero no lo valorábamos en su total dimensión.
      —¡Profe, no tome la prueba hoy! — fue el ruego de uno de mis alumnos el que me sacó de las meditaciones.
      Otros se le sumaron y en rueda me iban acompañando mientras yo no cedía en mi paso hacia el curso. Cuando se cercioraron sobre la negativa a sus pedidos, desistieron y ocuparon sus lugares.
      —Buenos días pequeños demonios.
      —Buenos días gran demonio— fue la respuesta que se había hecho tradicional en sus saludos.
      —A falta de algo líquido, tomen asiento.
      —No tome la prueba profe…- siguieron los pedidos.
      —Muchachos, esta evaluación ya la pospusimos la semana pasada. Todavía no estoy tan viejo como para perder la memoria.
      La resignación se apoderó de algunos y en otros hubo el brillo tramposo de los “machetes” preparados. Repartí las copias de los dos temas a evaluar. Las rápidas miradas de quienes habían estudiado dibujaban seguras sonrisas, en tanto que los que no se habían esforzado parecían estar ante un papiro lleno de jeroglíficos. Me coloqué visible delante del pizarrón y dije:
      —Recuerden que está permitido consultar al compañero de al lado, ver en la carpeta, en los libros y hasta en los machetes que seguramente tienen listos…
      Los rostros se iluminaban de alegría hasta que se apagaban con la aclaración final:
      —Siempre y cuando yo no los vea.
      Así daba comienzo la evaluación y mi trascurrir con pasos lentos entre las hileras de pupitres. Mientras lo hacía daba la última advertencia.
      —Para aquellos que quieran copiar, les recuerdo que el viejo lince todavía ve.
      Esa era una marca registrada que hacía que muchos de los alumnos de los cursos superiores, que ya no me tenían de profesor, me saludaran con el mote de “viejo lince”. Les permitía esa licencia a ellos, porque ya no estaban bajo el rigor de mi libreta de seguimiento.
      Mientras caminaba y observaba, evocaba el largo silencio tras la propuesta de irnos a vivir juntos. Ella se veía perturbada. Quizás esperaba que esos momentos de meloso noviazgo se extendieran por más tiempo. Las cartas estaban echadas y a pesar de evadir la respuesta me tomó de la mano. Me sentí como Diego, llevado con dedos entrelazados por aquella enfermera para el control anti dopaje. Su actitud callada me respondía negativamente. “Me cortaron las piernas”, había dicho Maradona tras darse a conocer los resultados que indicaban la presencia de la efedrina. A mi ella me había hecho un tajo en el corazón.
      Con un rápido movimiento tomé la hoja de la cual copiaba uno de los alumnos y dije:
      —Lo sabías, el viejo lince todavía ve.
      Sin discutir se puso de pie y salió del aula. La prueba quedó en mis manos con una marca conocida que me haría recordar la maniobra ilegal del joven. Todo estaba bien. Ellos sabían que había reglas claras y yo no podía hacer excepciones.
      Quizás podría hacer una jugada magistral, como el segundo gol de Diego a los ingleses, exenta de la trampa de la “Mano de Dios”, o el pase a Burruchaga en la final, o la “apilada” de brasileños antes de soltar esa milimétrica bocha para que “el Pájaro” volara hacia la gloria de la red. Pero cómo hacerlo, cómo derrotar al silbato arbitrario de Codesal marcando ese penal inexistente en la propia final de un campeonato mundial. El miedo seguía cobrando ciegamente en contra y quizás tenía reservada una tarjeta roja para la insistencia de ese amor apasionado que nos abrasaba y nos alejaba del dolor y la muerte.
      Sorprendí a otro alumno copiando. Éste dejó caer el papelito del que se afanaba en sacar los conocimientos que no había adquirido con el estudio. A diferencia del anterior, el joven quiso oponer argumentos, pero al levantar el trozo de papel de debajo de su asiento, le dije:
      —Cuando vos quieres llegar al arco, ya hice la “mano de Dios” y el segundo gol a los ingleses.
      El silencio posterior a mi afirmación y la tensión del momento se rompió con una exclamación sacada de una canción de otro ídolo popular de la música cuartetera:
      —¡¡¡Te quiero Diego!!!
      El más pícaro y el peor de mis alumnos era el autor de la expresión. No supe si amonestarlo o reír. Finalmente hice lo segundo y se distendió el clima. El alumno infractor aceptó que había sido sorprendido copiando y se sumó resignado al primero.
      Caí en la cuenta de que el pensamiento en torno a Diego Maradona había sido el equivalente a que el “Diez” entrara a mi clase, como muchas veces en que lo mencionaba. Pero esta vez su presencia me sacudía. La evocación de sus logros deportivos, sólo comparables a verdaderas hazañas, encendía lo mejor de mí. Estaban de más los errores que como ser humano imperfecto hubiera cometido en su vida, que nunca pudo desdoblarse en pública y privada.
      La evaluación terminó con el timbre del recreo. Los dos muchachos descubiertos en falta conversaron conmigo. Los tranquilicé e insté a que actuaran con honestidad. Les prometí una oportunidad para enmendarse y se fueron con una sonrisa de agradecimiento. Camino a la sala de profesores encendí el celular. Un mensaje de ella me dejó paralizado. Lo abrí y leí con contenida expectativa:
      —Buen día. Perdón por tanto suspenso. Gracias por tu comprensión y ternura. Lo intentaremos juntos. No nos puede ir mal. Te amo.
      Guardé el aparato en el bolsillo del saco y me sentí, como nunca, tocado por la “Mano de Dios”…
* Profesor de Letras e Historia, periodista y escritor.

 

Datos del autor

Manuel Rivas nació en la ciudad de Buenos Aires en la década del 70, pero se radicó siendo un niño en Tucumán, su tierra adoptiva.
Manuel-Rivas.
Es profesor terciario de Letras e Historia y periodista. Obtuvo diversos premios literarios en la Sociedad Sarmiento, Juegos Florales de la Municipalidad de San Miguel de Tucumán y Círculo Sardo. Fue incluido en dos antologías de la Sociedad Sarmiento, dirigidas por la escritora y poeta tucumana Lunela.
Fue cofundador del suplemento Literario Caballo Verde, editado por Diario El Siglo, en donde se inició como periodista y llegó a ser Jefe de Información General. Fue Coordinador General del Diario El Tribuno de Tucumán. En 2016 fundó el Diario Cuarto Poder, que actualmente dirige. Prepara la publicación de su segunda novela, “Cenizas del Uritorco”.

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