Escritores contra la pandemia | En el ciclo literario presentamos los tres últimos capítulos de esta atrapante historia policial tucumana. Escrita por el conocido periodista Fabián Seidán, en base a relatos orales de personas que vivieron en carne propia los hechos aquí narrados.

Parte XIII

Habían pasado cinco días de aquel tenso encuentro con el jefe de la Brigada cuando Suárez se dirigía en su motocicleta por la avenida Belgrano de Este a Oeste, pasando la Plazoleta Bartolomé Mitre. Al llegar a la calle San Miguel, la luz del semáforo cambió de repente de amarillo a rojo, obligándolo a detener la marcha. Mientras probaba el acelerador, vio que a su lado se paró lentamente un auto azul, sin chapa patente. Era de la policía.

Desde adentro, el acompañante del conductor, un sujeto mal afeitado y de pelo corto que parecía que había dormido con la ropa puesta, sacó la cabeza, miró al Gringo y con aire de guapo le lanzó una frase intimidante:

-“Metele nomás…, seguí apretando el acelerador, así cuando te maté, nos van a querer culpar a nosotros…”

Suárez miró al policía que sonreía, o mejor dicho, que esforzaba una sonrisa con una mueca tonta que surcaba sólo un lado de su cara.

De repente el sujeto -supuestamente policía- dejó de mirarlo, mutó el gesto de su rostro por uno más adusto; intercambió algunas palabras con el que manejaba y tras menear la cabeza en forma de negación, buscó algo en la guantera del auto.

Fueron minutos eternos. Los 50 segundos más largos de la vida de Suárez.

El semáforo seguía en rojo; la calle como nunca desolada; y su vida allí, pendiendo de un hilo, bajo la sarcástica incertidumbre “Shakespeareana” del ser o no ser, en una soleada tarde de domingo…

El de pelo corto sacó algo de la guantera y la cerró de golpe; posó su codo derecho en la ventanilla, y con el brazo izquierdo recto apuntó hacia el Gringo.

No se escuchó ningún disparo. Sí el ruido de la frecuencia de la radio que tenía en la mano.

Ninguno de los dos sonrió -no había motivos para hacerlo-. El semáforo cambió de luz y auto azul con los dos policías se alejó; dejando atrás a Suárez, su moto y su vida.

Fue ahí cuando el Gringo se quedó definitivamente tranquilo. Sabía que habían dado la orden de no tocarlo.

Parte XIV

El “Malevo” Ferreyra -el policía del sombrero tipo panamá- fue imputado luego por el crimen del Prode Correa, pero como no hubo pruebas suficientes en su contra, sólo pasó un par de meses detenido hasta que la Justicia lo terminó absolviendo y la fuerza policial lo premió con un ascenso.

Si bien de este caso salió impune, no iba a pasar lo mismo años más tarde con otro hecho de sangre muy parecido y que hubiese quedado en la nada de no ser por uno de sus propios hombres que confesó su participación en la muerte de otro sanguinario criminal: “Yegua Verde” Vera.

Esta vez, el “sheriff” -como le decían-, no pudo sortear el juicio ni la cárcel.

Parte XV

Veinte años más tarde, cubriendo una nota ya para el diario El Siglo, Suárez se cruzó una mañana, en la vereda de los Tribunales de Justicia de Tucumán, con la fiscal que había llevado el primer caso del Malevo.

El Gringo la saludó amablemente y, con una sonrisa y mucha sutileza, le dijo sin prisa ni demoras que ella había perdido el juicio de su vida.

La mujer de justicia lo miró, esbozó también una sonrisa y le preguntó a qué juicio se refería.

Suárez: -“El del Malevo con el Prode Correa”.

La fiscal: -“No, si yo lo metí preso”.

Suárez: -“Sí, pero por dos meses, cuando correspondía perpetua, porque era un homicidio”.

La fiscal: – “Sí, pero no había forma de probarlo”.

Suárez: – “¿Cómo que no? Creo que usted se olvidó de citar al principal testigo del caso”.

La fiscal: – “¿Y quién era ese testigo?”.

Suárez: – “Yo, el único civil que estuvo en el lugar y que hice las fotos que llevaron a juicio. Mire, si usted me hubiese citado a declarar, yo hubiese tenido que decir la verdad, y la verdad es que el Prode estaba vivo en el momento de mis fotos y luego lo mataron”.

Suárez la saludó con un sarcástico “buenos días, que siga bien”, y dejó a la fiscal parada, obnubilada con sus pensamientos, y se marchó.

Mientras caminaba hacia el diario, exclamó en voz alta: -“¡De la que me salvé!”, y soltó su típica carcajada.

Y sí. Tal vez si lo hubiesen llamado a declarar, hoy no contaba la historia.

Ésta historia.

FIN

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