Escritores contra la pandemia | En el ciclo literario presentamos dos nuevos capítulos de esta atrapante historia policial tucumana, escrita por el conocido periodista Fabián Seidán, en base a relatos orales de personas que vivieron en carne propia los hechos aquí narrados.

Parte X

Pasaban los días y el diario seguía publicando fotos de la muerte del Prode. Fue entonces que el Gringo comenzó a recibir llamados anónimos. Eran insultos y amenazas muy fuertes. Le decían que lo iban a matar (“hacer boleta”) por las fotos que publicaba.

Temeroso, el Gringo no contó a nadie lo que le estaba pasando. Pero una mañana, cuando lo volvieron a llamar para amenazarlo, no aguantó más y decidió responder:

-“Yo sé quien sos y te voy a ir a buscar para ver que tan macho sos para decirme todo esto en la cara”, dijo el Gringo sobre el tubo y sintió que del otro lado cortaban de golpe la comunicación.

Esa situación envalentonó a Suárez, que en su imaginario creyó que había logrado atemorizar al sujeto que –ciertamente-, desde esa vez no volvió a llamar.

Pasaron los días y en la Redacción de La Gaceta todo era normal. Había poco trabajo y las fotos que se pedían eran simples, cotidianas: un acto en Casa de Gobierno, un encuentro de empresarios en la Federación Económica, una movilización de obreros del surco en la plaza Independencia, un detenido que iba a declarar en Tribunales, etc., etc., nada de otro mundo.

Cerca de las 11.00, un periodista le pidió que se dirigiera al instituto Aticana para cubrir una nota académica. El establecimiento educativo estaba ubicado en la calle Junín, entre Santiago y Corrientes.

Suárez fue en un taxi que era manejado por un hombre al que le decían “Pajarito”.

Llegó a horario. Cubrió la nota y volvió al taxi que lo esperaba. El Gringo se sentó a la par del conductor y comenzaron a charlar. El taxi hizo un par de cuadras y cuando pasó por la calle Corrientes, antes de llegar a Marcos Paz, sintió de pronto una fuerte acelerada; ruidos de ruedas que crujían sobre el pavimento y un motor que comenzaba a chillar. Suárez logró ver por el espejo retrovisor que se acercaba un auto a toda velocidad directo a chocarlos. Instintivamente -como no tenía cinturón de seguridad-, se abrazo a la butaca y giró las piernas hacia el lado del conductor, lo que le sirvió para zafar de un golpe que hubiera podido ser mortal por la fuerza del impacto.

El taxi subió la vereda, arrancó de cuajo a un joven naranjo, y terminó con la trompa casi pegada al frente de una casa. Suárez miró a “Pajarito” le preguntó si estaba bien y ahí nomás le dijo que arranque de nuevo para seguir a los “borrachos” que los habían chocado…

El auto dobló por calle Santa Fe y cuando quiso girar hacia el sur por Maipú, se encontró con un embotellamiento que lo obligó a detener la marcha. El que manejaba se bajó y emprendió la huida a pie.

Como el taxi estaba averiado, Suárez también se bajó y comenzó a perseguirlo a la carrera. Lo siguió varios metros y cuando iba a darle alcance, se le rompieron los tacos de sus mocasines y fue a dar de bruces a la vereda. Golpeado y medio rengo, siguió corriendo, pero el sujeto ya le llevaba más de media cuadra de ventaja.

Pensó entonces que cuando pasara frente a la sede de la Policía Federal podría gritar: “Ladrón, ladrón…” así el uniformado que vigilaba en la puerta lo detuviera; pero el sujeto al parecer intuyó esa jugada y cruzó la calle, retomando por calle Maipú hasta perderse entre la muchedumbre.

Parte XI

El Gringo había alcanzado a memorizar el modelo y la chapa patente del auto que los había chocado y que mágicamente había desaparecido ya de escena: era un Chevrolet 400, cuyo dominio terminaba en 017.

Cuando regresó hasta el taxi, vio que “Pajarito” estaba sentado en el cordón. El chofer le preguntó qué iba a decirle al patrón. Entonces se le ocurrió que el Gringo lo acompañara hasta la casa del dueño del taxi para explicarle juntos lo que había pasado.

Fueron hasta la casa del hombre al que le decían de apodo “El Colorao” y le expusieron que unos borrachos los chocaron. Suárez le dio las características del auto y el número de la patente, y le dijo que con esos datos la policía podría dar con los sujetos rápidamente.

Pasó una semana y frente al Concejo Deliberante había una protesta de taxistas. Sobre la calle 24 de Septiembre y Rivadavia estaban estacionados unos cincuenta autos de alquiler que bloqueaban el tránsito.

El diario mandó a Suárez a cubrir la nota. Cuando llegó, comenzó a hacer las fotos a los coches y al caos que generaban. En eso estaba cuando encontró apoyado sobre el capot de un taxi al dueño del auto que habían chocado. Lo saludó y le preguntó si había logrado ubicar el vehículo de los “borrachos”.

El Colorao bajó la cabeza y entre dientes, incómodo, le respondió que la policía no lo pudo ubicar: – “No existe ese auto” le dijo.

El Gringo le repitió que si existía y que la patente y características eran las que le había dado.

Pero el hombre insistió: -“No te des manija, el auto no existe…”

Desconcertado, Suárez siguió sacando fotos de la protesta. Cuando se iba, pasó de nuevo al lado de El Colorao y lo saludó. Caminó un par de metros y sintió un chistido. Era El Colorao que lo hablaba:

-“Flaco, vení; te voy a decir una cosa: ¡Cuidate! Se ve que le hiciste algo gordo a la policía y por eso te quieren matar…”

Suárez no caía. No entendía nada. Seguramente se equivocaba de persona. Él era un laburante, un tipo normal y nunca estuvo en contra de la policía.

Le preguntó por qué decía eso. Entonces le respondió que cuando fue a buscar información del auto, en la Policía le dijeron que no buscara más, que no había nada en contra suyo, “sino contra el fotógrafo hijo de puta (sic) que llevaba ese día…”

Suárez comenzó a atar cabos sueltos y a relacionar hechos como el atentado al doctor Bellomío. Se dio cuenta que todo tenía un común denominador: la muerte del Prode Correa.

Continuará…

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