Sin recordar el motivo por el cual me hallaba extraviado, me encontré de pronto tratando de encontrar la pequeña ciudad a la cual me dirigía en principio. Esta pequeña ciudad es aledaña a la urbe que habito y ambas guardan, entre sí, un acceso casi directo. Pero esa tarde, no sé porque extraña incongruencia, fui a parar a un lugar muy diferente al prefijado.
Para tratar de hallar una respuesta coherente a esta confusión lo mejor será que empiece por el principio. O sea que exponga con detalles mi rutina diaria. Ella comenzaba a las 7 p.m. , hora en que arrancaba mi motocicleta poniéndome en marcha hacia la consabida pequeña ciudad de donde debía recoger a mi mujer de su trabajo, a más tardar a las 7,30 p.m. Luego procedíamos a regresar a nuestro hogar mientras caía la noche, para lo cual desandaba el trayecto de ida, alcanzando finalmente la gran urbe antes de las 8 p.m.
Pero esa tarde, durante el viaje de ida, por un motivo que desconocía, esa ruta se había trastocado (quizás por un error de cálculo o una imperdonable distracción). Para colmo de males, asombrado, comprobé que no solo me hallaba perdido sino que también había sido privado de mi motocicleta en ese lugar que para nada me resultaba familiar. Asumí que la extraña circunstancia ya no me permitiría recoger a mi mujer a la hora acostumbrada. Sin embargo no me preocupé mucho por ella dando por sentado que ante mi demora aguardaría lo prudencial y, atribuyendo la ausencia a un desperfecto del motovehículo, se avendría a regresar sola a nuestro hogar. Tomando para ello el micro interurbano que la trasladaría a la gran urbe.
Entonces mi mayor preocupación consistía en encontrar el camino de regreso a casa. El misterioso suceso me había depositado, como ya dije, en un lugar que no era el prefijado. Al observar las desoladas calles una mezcla de aflicción y fastidio comenzó a embargar mi ánimo. Pensé que en esas desoladas arterias no sería fácil conseguir a alguien que me ayudara a orientarme.
Comencé a deambular por el pequeño pueblo con un atisbo de desesperación. Me figuré un animal enjaulado buscando escapar de su encierro, hasta que divisé un grupo de gente que marchaba en sordo rumor por la vereda opuesta. Les grité buscando repararan en mi presencia allí. Pero siguieron silentes e impertérritos, sin darse por aludidos. Decidí seguirlos. En ese cometido me hallaba cuando pasó a mi lado un solitario hombre, y aunque caminaba en sentido contrario al del grupo Intuí que él podría ayudarme a sortear toda esta misteriosa extrañeza , así que lo encaré preguntándole por la pequeña ciudad que en principio era mi objetivo. Para mi alegría se detuvo y me respondió con absoluta cordialidad:
-“Mire”, me dijo, “por lo que sé está bastante lejos de ella ahora”-, fue todo lo que dijo y luego continuó su marcha en la misma dirección que llevaba. Confundido, por un momento amagué seguir al solitario pueblerino. Pero luego me dije “será mejor que camine en el sentido en que lo hace la mayoría, quizás así descubra la manera de regresar a la gran urbe que es mi hogar” . Y con esa idea danzando en mi cabeza caminé hasta perder la noción de tiempo y espacio. En el interregno alcancé a divisar una gallarda estación de trenes plantada justamente en lo que parecía ser las afueras del poblado. La sorprendente estación parecía hallarse activa y en excelente estado de conservación. Vi cómo confluía hacia ella un número de personas muy superior al que hipotéticamente podría albergar el pequeño pueblo. Al acercarme quedó en claro que se trataba de un grupo heterogéneo de personas el que pugnaba por acercarse a una única ventanilla, donde un único expendedor de tiques de embarque verificaba una planilla, mientras un magnífico y colosal tren, similar al “Cinta de Plata”, aguardaba en el andén más próximo. Ansioso me abrí paso entre esa multitud para reclamar mi tique. Cuando lo hice, el hombre, vestido pulcramente con un uniforme similar al de los guardas de trenes, levantó el entrecejo dándome a entender que se hallaba presto a mi requerimiento, listado en mano:
-“¿Nombre y apellido?-, preguntó el boletero. Se lo di. Luego de chequear a conciencia la lista manifestó”: -“Su nombre no figura en el listado”. “¿Hacia dónde se dirige?”-, preguntó.
-“Mire, solo quiero regresar a la ciudad”-, le respondí.
-“Ah, quiere regresar, pero este tren no va precisamente hacia allá”-, exclamó.
Desolado ante la respuesta del boletero solo atiné a preguntar: -“¿Cómo regreso entonces?”
Levantó la mirada para señalar con un poco de fastidio y mucho desdén un significativo portón, lateral a las instalaciones. -“Salga usted por ese portón, detrás de él aguardan otros que como usted también quieren regresar”-, manifestó con énfasis.
-“¿Cómo?,… ¿ellos también van a la ciudad?”-, lo interrogué sorprendido. Y por primera vez el empleado ferroviario, auscultándome con la mirada, pareció interesarse en mi predicamento: -“Sí, ellos también deben regresar, pero como no pueden hacerlo por sus medios deben aguardar obligadamente el siguiente tren, pero a usted no se lo recomiendo pues viene con demora y tardará en llegar”-, dijo.
Atemorizado de que sus palabras estuvieran expresando algún tipo de rectificación que no me permitiera abordar el siguiente tren, balbucee: -“Mire, no me importa esperar lo que haya que esperar si ese convoy me lleva a la ciudad”.
-“No, no, pensándolo bien usted puede regresar por sus propios medios. Salga por el otro acceso, allí encontrará dos ramales paralelos, siga el de la derecha hasta encontrar la ruta, donde podrá tomar un micro que lo conduzca sin demoras a la ciudad”-, dijo enfático.
Ya no quise insistir con el boletero, quien volteándose hacia la muchedumbre, que aguardaba pacientemente, dejó de prestarme atención. Entonces salí de la estación para encontrarme con los ramales que se me había indicado. Cuando me disponía a emprender la caminata divisé a dos ferroviarios que regresaban a la estación en una zorra a motor. Uno de ellos, en actitud comedida, señaló con el dedo índice el ramal que efectivamente debía seguir. En un gesto de agradecimiento levanté una mano para saludarlo, y fue cuando al pasar, el mismo hombre, me hizo a viva voz una advertencia:
-“Siga usted el ramal derecho sin desviarse. Apúrese que pronto caerá la noche, y si llega muy tarde a la ruta el micro no lo levantará y tendrá que regresar a la estación”.
Apresuré mis pasos ante el intimidatorio consejo. Sin embargo, transcurrido un tiempo impreciso, me di cuenta que la caminata se hacía interminable. Y atribulado comprobé que ya no me sería posible alcanzar la ruta antes de la caída de la noche, pues más adelante el ramal desaparecía de golpe absorbido por una oscuridad estragadora…
Cuando mi aflicción se hacía mayor escuché voces que, lejanas en principio, tornaban a aproximarse: -“¡Oiga señor, señor!,… disculpe que lo molestemos pero necesitamos agua caliente para el mate… ¿Nos podría usted convidar un poco?”.
Entonces con gran alivio comprobé que me hallaba en mi rutinario lugar de tareas. Reparé que me había quedado dormido en la reposera y que el suave golpe del termo sobre los postigos, ejercido por unos paseantes que requerían agua caliente, era lo que había terminado por despertarme. Afuera la gente bullía en el parque. Era la siesta y un placentero día de sol se cernía sobre el paseo.
*Cuento perteneciente al libro inédito “Relatos subliminales” de Segundo Orlando Diaz. (2019)

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