Por Segundo Orlando Díaz* para Diario Cuarto Poder | ¿Cuáles son los recuerdos más lejanos que una persona puede guardar en su memoria? Suele decirse que el recuerdo más lejano se sitúa entre los dos o tres años de vida. Lo que querría decir, generalizando, que anterior a ese periodo en la persona no queda registro del pasado. Lo que equivaldría a no haber nacido a haber estado muerto. Si me dejo llevar por esta aseveración, para encontrar la fecha de mi recuerdo más lejano forzosamente estoy obligado a relacionar con la incógnita algunos acontecimientos preclaros de mi infancia, como ser el de la muerte de mi abuela Juana. Ella murió en 1970 y mi edad por entonces era de seis, además de ser ese el año en que comencé la primaria. Situado entonces en ese “mojón histórico” de mi infancia solo tendría que restarle tres o cuatro años para encontrar la fecha de mi recuerdo más lejano. Estimado, por lo tanto, entre 1966 o 1967. Como la memoria es parte de la vida cognitiva, situaría entonces entre esos años el comienzo de “mi existencia”. Para ser más claro, comienzo a existir en el preciso momento en que un hombre joven, al cual identifico como mi padre, se apea de un micro interurbano con un niño en brazos, yo mismo. El micro ha estacionado a la vera de una ruta desierta, en un lugar desolado donde la noche va ganando terreno. El hombre, al cual identifico como mi padre, acaba de confiarme un envoltorio en forma de plato. Es un paquete liviano con un moño blanco, y un hilo piolín que permite asirlo con los dedos.

Detrás de nosotros se ha descolgado otro hombre, el chofer del micro, quien abre la bodega de carga para que mi padre pueda bajar su bicicleta. Luego nos quedamos allí quietos, esperando al costado de esa ruta desierta. Él aferra con una mano el manubrio de la bicicleta y con la otra la mía. He comprendido que él aguarda a que el micro arranque y termine de marcharse. He comprendido que solo entonces nosotros podremos cruzarla. Pero antes de que esto realmente suceda ocurre un imprevisto: adelantándome al movimiento de mi padre acabo de dar un par de pasos en falso, tropiezo y el paquete vuela de mis manos hasta caer con infortunada precisión bajo la rueda trasera del micro que ya reingresaba a la ruta. “¡Juy!”, exclama mi padre, presagiando la desgracia. Sospecho que algo no ha salido bien. Al caer mi boca se hunde en una extraña textura: he creído sentir el sabor salobre de la tierra suelta machacada por la oscuridad.

Recuerdo haberme puesto de pie temiendo su enojo. Pero él, mi padre, no se enoja. Con infinita parsimonia termina levantando ese paquete que, torpemente, ha huido de mis manos. Lo sacude, y la tierra cae de él licuada por la noche. Para calmar mi aflicción, mi padre, finge que no ha ocurrido nada. Acaba de ponerlo en mis manos nuevamente. Solo presiento la verdad en su pausada y calma voz, “creo que a tu abuela no le importará mucho hayamos aplastado un poco su regalo de Navidad”, dice. Y por primera vez escuché esa palabra, que a mí me sonó a mágica y venerada. La escuché de labios de aquél hombre que desde un principio identifiqué como mi padre. Luego él me levantó como si fuera una pluma para posarme en el caño de su bicicleta y escuché el murmullo de su tranquilizadora voz sesgando la oscuridad: “comencemos la marcha que es largo el camino, hijo”, dijo. Y echó a andar por esa sinuosa huella de tierra, que ya no se distinguía casi, anulada por la noche.

Por un buen rato su enérgico pedaleo devoró distancias y las sombras estampadas a la vera de ese camino vecinal. Extrañas y vagas sombras (generadas por la vegetación achaparrada) se cernían amenazantes sobre nosotros a medida que avanzábamos. Después de un tiempo el enérgico pedaleo de mi padre disminuyó. El andar se hizo más lento. Yo sentía como las llantas de la bicicleta comenzaban a hundirse en la tierra suelta del camino…hasta que se frenaron por completo.

“Marcharemos un rato a pie, hijo”, dijo la voz, enérgica ahora, a la que seguí identificando como perteneciente a la de mi padre. “La tierra está muy suelta, se ve que no ha llovido en meses, y ya no podremos seguir montados en esta cosa”, continuó explicándome la voz…
Y así, en silencio, marchamos acompañados por una brisa caliente y seca que parecía menguar la soledad de nuestras figuras, que se deslizaban penosas y lentas por el suelo, como rameadas por la oscuridad. Con cada paso siento como mis pies se hunden en el elame suelto de ese camino caliente e interminable. Hasta que, por primera vez, el cansancio me obliga a ser directo con aquél hombre y preguntarle: “¿Adónde vamos papá?”, “a casa de tu abuela” responde él desde su estatura de gigante, que no permite verle bien el rostro.
—¿Y a qué vamos, papá?
—A pasar la Navidad con ella.
—¿Falta mucho para llegar?
—Ya no tanto, solo un trecho más de camino, hijo.
—Estoy cansado, papá. Tengo sueño y mucha hambre.
—No te duermas todavía, aguanta a que lleguemos, ya estamos cerca, hijo.
—Está bien, aguantaré papá.
Somnoliento sentí flaquear mis piernas bajo mis pies, hasta que nuevamente la voz se dejó escuchar:
—Ven hijo, te cargaré a turucutu para que ya no te canses tanto.
Y me subió a horcajadas sobre sus fuertes hombros, mientras yo seguía sosteniendo entre mis manos aquel bulto deforme y blando y, él, empujando su bicicleta, ya más un estorbo que un medio de transporte. De pronto mi padre deja caer la bicicleta y me descuelga de sus hombros. Saca un encendedor brillante y grande (uno de esos que luego sabré funcionaban a bencina). Lo hace chasquear entre sus dedos hasta que le brota una llama azulina, que se eleva iluminando su rostro y el mío. Ha girado su puño izquierdo y bajo el enjuto resplandor de la lumbre ha observado su reloj pulsera. Enseguida lo escucho exclamar asombrado:
—¡Caramba, calculé mal!, ya no llegaremos a tiempo. Ya va siendo hora.
—¿Hora de qué, papá? —pregunto, mientras le recuerdo que sigo teniendo sueño y hambre.
Entonces me levanta y me deposita sobre una prominencia existente a la vera del camino. Luego toma de mis manos el envoltorio que me había confiado tan diligentemente. Sin comprender el motivo lo veo deshacer el nudo y dejar a la intemperie el preciado regalo que debíamos hacer llegar a la abuela. Creo visualizar un torpe revoltijo. Me percato se trata de una bandeja de confitadas masas, ahora aplastadas y mustias, de donde mi padre logra desenredar, no sin dificultades, una. Justo coincide con la acción un rumor de estallidos que avanza a lo lejos.

—¿Qué es eso, papá?” —pregunté sorprendido.
—Ya va siendo nochebuena, hijo. Y parece que nos sorprendió nomás en el camino —responde compungido.
Luego dijo: Qué te parece si la celebramos nosotros también”.
Inocentemente pregunté: “¿Y…cómo? Entonces me alcanzó la masa desenredada un momento antes. “Come hijo. Creo que a tu abuela no le importará que nos hayamos comido parte de su regalo… Feliz Navidad” dijo, antes de darme un beso en la mejilla, mientras la noche nos envolvía en su regazo. Instintivamente levanté mi rostro. Una estrella fugaz cruzó el cielo. Las explosiones, primero intermitentes y lejanas, parecían hacerse mucho más intensas y próximas. Tanto que quedamos en silencio, escuchando, absortos. Recuerdo haber aprovechado ese interregno para lanzarle una última pregunta: -“¿Y esas explosiones que no terminan qué significan, papá?”.
Su respuesta, clara y precisa, aún me acompaña hasta el día de hoy: “Es la alegría que en este momento está desatando la gente que celebra Navidad en casa, hijo”.

*Cuento perteneciente al libro inédito “Relatos Subliminales”, del escritor tucumano Segundo Orlando Díaz.

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