Escritores contra la pandemia | Compartimos en esta oportunidad un relato del escritor Segundo Díaz, quien entremezcla los sueños y las realidades en los intrincados caminos del amor. Muchas gracias por su aporte al ciclo.

JULIO Y SILVINA (1989)

Qué se pueda morir de amor hoy en día es decididamente
improbable. De ello podemos estar agradecidos al carácter
benévolo que parece haber tomado la enfermedad en nuestros
días, aunque nadie duda que podría llegar a enfermar,
seriamente, a los más susceptibles. Para desgracia de muchos,
la mejor inmunidad contra este mal solo se obtiene con el
padecimiento de la enfermedad. Aunque el haberla padecido
tampoco garantiza una total inmunidad en contra de ella. La
causa de esta rara enfermedad es desconocida, aunque en
las altas esferas científicas se sospecha del bello sexo como
factor principal.
Lo cierto es que desde hace un par de meses soy testigo de los
estragos que viene causando en el corazón de Julio, la causa:
Silvina, o mejor dicho la enfermedad deambulando sobre dos
piernas exageradamente bellas dentro del pequeño mundo en
que Julio deja transcurrir sus días. El que este mundo se
superponga al de Silvina es, sin duda, la causa de que esta se
haya disparado con una virulencia impensada, pues ambos son
estudiantes de la mismísima facultad de Filosofía y Letras de
nuestra alta casa de estudios, ámbito en el cual yo también
dejo deslizar, inútilmente, parte de mi tiempo.
Como hecho cierto puedo manifestar que mi amistad con el
referido data de apenas un par de meses atrás, exactamente al
día anterior al primer síntoma de su enfermedad. No obstante,
a pesar de la cortedad de este tiempo, me he considerado más
un leal amigo que un simple condiscípulo de estudios. Mi
cercanía me ha permitido día tras día observar, no sin
preocupación, el avance de la enfermedad.
Pero nadie que no tuviera más detalles podría tener una idea
aproximada del estado actual del enfermo, un estado
realmente angustiante (tal denominación sigue siendo parca a
toda idea que se pueda hacer del doloroso asunto), por lo que
a continuación paso a reconstruir (lo más fielmente posible)
detalles cronológicos, vertidos de boca del propio Julio, con los
cuales he podido palpar con más certeza el grado de
perturbación al que ha llegado.
Miércoles 5 de abril (primeros síntomas)
Ayer he conocido a Silvina,…de entre las demás es muy fácil de
distinguir…El primer día no tuvimos clases, fue una pena que
no hayas asistido y te perdieras el primer encuentro. Los
inscriptos en nuestra comisión nos reunimos
espontáneamente. Te diré que, en todos nosotros, el momento
fue capaz de generar un halo melancólicamente gótico, pues
como sombras espectrales nos fuimos asomando a la parte
externa del edificio y, morigeradas nuestras figuras por la
sombra de la arboleda, terminamos alegremente apostados a
la vera del muro que envuelve el predio. Yo diría que nos
reunimos con la única intención de comenzar a conocernos,
como es natural que suceda entre desconocidos que en
adelante se comenzarán a frecuentar. Como ya debes saber, los
masculinos son minoría en el cursado de la carrera, no hace
falta te diga que el profesorado de letras es más afín al talante
femenino que al masculino. Para muchos, ajenos al ambiente,
no más relevante que aprender ikebana. La tarde, atribulada
por vocecitas joviales, transcurría ambigua en medio de la
animada charla. Entonces tuve la premonición de que un
hecho maravilloso no tardaría en sacudirme hasta los
cimientos. Imponiéndose a toda aquella banal cháchara: de
aquél continuó coro de voces entremezcladas surgió una muy
distinta, una capaz de diferenciarse dentro de esa monótona
polifonía. No tardó en materializarse la inquietante visión: un
rostro de facciones indefinidas se abrió paso entre la multitud
de rostros que ocupaban mi vista… Comprendí que todo
aquello estaba sucediendo porque yo ya no quería escuchar
otra voz que no fuera su voz, ni contemplar otro rostro que no
fuera su rostro… Estaba ahí, entre la demás, y no dejaba de
deslumbrarme.
Jueves 13 de abril
Ahora que la conociste, ¿qué te pareció Silvina? ¿Verdad que
es especial?…No comprendo cómo no puedes hallar en ella
nada que la haga diferente a las demás. Sí hasta un ciego se
daría cuenta que Silvina es muy especial. He de decirte, mi
amigo, que tu falta de entusiasmo ante ella no logra más que
anonadarme. Pero de todos modos tu falta de entusiasmo no
invalida ni desmiente el mío propio, más bien se trata de
gustos no compartidos, como ya te dije.
Viernes 4 de mayo
¿Cómo me va con Silvina? De maravillas, al menos eso es lo
que pienso. Ayer, después de la clase de latín, la acompañé a
tomar el transporte público, claro que previamente, sin
mayores preámbulos, me declaré su amigo… ¡Para qué utilizar
estos!, si seguramente ella ya se ha dado cuenta de la
fascinación que ejerce sobre mí. Mientras desandamos
camino, ya caída la tarde, las sombras de los pinos que
bordean el parque tomaban la ampulosa forma de grotescas
figuras dispuestas a cortarnos el paso, lo que para que Silvina,
tal vez atemorizada, se amarrara a mi corpachón pasando sus
brazo por debajo del mío. Imagínate mi regocijo, y así
continuamos hasta dejar atrás la irreverente arboleda.
Mientras caminábamos conversábamos, no quería quedarme
callado mientras estuviera a su lado. Tú sabes que quedarse
callado es el mejor camino para que la mujer que marcha a tu
lado comience a sospechar que eres un perfecto idiota, y de
ninguna manera yo estaba dispuesto a que se pudiera pensar
tal cosa de mí. La conversación no tenía pies ni cabeza, pero al
mismo tiempo veía, con preocupación, como el trayecto se
diluía arrebatándome la pequeña dicha. En ese momento
hubiera deseado no ser Julio, el simple de Julio, sino un Quijote
con el suficiente carácter como para arrimarme hasta su oído y
susurrarle “¿Silvina, no querrías ser tú mi dama, mi señora
Dulcinea del Toboso?” Entonces, seguramente, ella respondería
a tamaña proposición con otra pregunta: ¿Vos, no estás loco
por casualidad? y yo con mucho tino le respondería que es
indispensable esa condición para llegar a creerse un Don
Quijote y que, por supuesto que estaba loco, pues nunca me
sería posible a mí ni al resto de la gente llegar a poseer la
cordura de tan noble caballero. Pero ella quizás sonreía ante
tales razonamientos, tomandolos como la lógica conclusión o
el lógico despiste de una conversación que no tenía pies ni
cabeza. Claro que todo esto hubiera ocurrido de no mediar la
odiosa inoportunidad del transporte público (se presentó como
se presentaría la muerte delante de un sujeto completamente
feliz de sentirse vivo). Silvina se arrojó a su interior en el
preciso momento que acababa de desvanecerse sobre mi
mejilla un sonoro beso de su ultraterrena boca. No estoy
seguro de lo que sucedió luego, pues cuando quise corroborar
la veracidad de su rostro opacado por el vidrio el transporte se
había vuelto ya de humo.
Miércoles 23 de mayo
¿Cómo sé que Silvina me tiene muy en cuenta? Ella me admite
a su lado, desde el primer día no ha puesto ninguna objeción a
que yo permanezca cerca de ella, girando como un satélite
alrededor de su órbita. Que nuestros pupitres estén
permanentemente unidos, o que yo permanezca a su lado
mirándola todo el santo día, observando con inocente
expectativa el más leve cambio en su persona, no debería
sorprender a nadie que antes no haya estado enamorado, y
menos a ti, mi amigo, que te mantienes siempre silencioso,
como al margen, mirándolo todo desde el fondo con ojos
insatisfechos. Necesito que me digas que no me estoy
comportando estúpidamente…
Martes 29 de mayo
¡Sí hubieras presenciado lo que sucedió ayer! A la hora de la
clase de Lengua española el viento golpeaba la ventana del
aula con demasiado esmero para esta época del año, haciendo
rodar afuera las amarillas hojas de los árboles cercanos. Veía
como el suelo tomaba el melancólico aspecto que suelen tener
todas las cosas una vez ya adentrado el otoño. Y sin embargo,
adentro, el contraste era tan notorio: Silvina reía de no sé qué
ocurrencia de Adriana “la bella”, Adriana “la bestia” también
reía dejando asentado en cada mohín su total carencia de
dientes. Esta circunstancia hubiera sido suficiente motivo de
risa para cualquiera, aún para alguien como yo que siempre se
ha considerado enemigo de lo grotesco. De buena gana
hubiera echado a reír yo también, de no haber comprobado
que solo yo era el motivo de toda aquella risa. Sí, no había
ninguna duda, nuestras “dos Adrianas” se pasaban
repetidamente y sin disimulo una de las numerosas cartas
nacidas de mi debilidad por Silvina, porque he de contarte que
a diario he estado alimentando su ego con declaraciones que
habrían hecho suspirar a cualquier mujer, pero no a Silvina que
parece inconquistable.
Las dos Adrianas examinaban la carta con la misma
minuciosidad que lo habría hecho nuestra profesora de Lengua
española, la que seguramente trataría de encontrar algún error
patente en el manuscrito para cerciorarse del correcto uso del
idioma. Por otro lado, ella permanecía impasible, sentada
detrás de sus gruesas gafas, ya casi anciana y un poco sorda e
incapaz de mantener la disciplina en el aula, se mantenía al
margen, ajena al jolgorio desatado en la clase.
Ahora imagínate a Silvina en el centro del aula “capitaneando”
a su grupo, satisfecha de haber puesto en conocimiento de
medio mundo la existencia de tan ridícula carta (como en
general suelen ser las de todo enamorado), e imagíname a mí
en el colmo de la humillación saliendo disparado como un
enajenado hacia la puerta, llevándomelo todo por delante,
recorriendo el largo pasillo central en dirección al parque, aún
perseguido por el coro de risas desatado a mis espaldas y
tratando de ocultarme de mi propia vergüenza.
Lunes 5 de junio
Sobre una gran avenida, en una casa mucho más grande que la
misma avenida, vive Silvina. A eso de las tres llegué precedido
por una tenaz llovizna, una de esas que obligaría a cualquiera
que se animara a caminar debajo de ella a buscar refugio
inmediatamente. Amén de la llovizna, la oscuridad aposentada
en la tarde había logrado que, a lo largo de la gran avenida, se
encendieran las luces del alumbrado público. Sin embargo
apenas si tengo tiempo de observar la blanquecina claridad
otorgada por las farolas de mercurio, pues hallándome frente a
la puerta cancel soy invitado a entrar al caserón por un hombre
de impecable traje gris. Lleva un portafolio negro que le da aún
más aire de distinción del que tendría si contara solo con el
traje. En él he creído reconocer al padre de Silvina. Me ha
extendido cordialmente la mano, se la estrecho con mucha
más cordialidad pensando que es la mejor manera de
comenzar a ganarme la simpatía de aquél hombre en el cual,
como ya dije, desde un principio he reconocido al padre de
Silvina. “¡Usted debe ser Julio!” exclama el padre, mientras yo
espero que salga la hija para aliviar mi situación de tan
inquisidor momento, pero nadie acude en mi ayuda y él ha
tenido tiempo de continuar moviendo los labios, ya sin el tono
exclamativo de hace un momento; Silvina nos habla mucho y
muy bien de usted…Vamos, pase que yo ya me estoy yendo, y
no me dé la mano, no hace falta si voy a verlo seguido por
aquí, y luego desaparece víctima de la prisa que parecía llevar
desde un principio. Quizás pensarás que luego me quedé ahí
parado como un bobo, pero no hubo tiempo. Desde distintos
puntos de la casa han aparecido, uno a uno, los demás
miembros de la familia…
La madre no tarda en invitarme algo caliente, mientras repite
lo que ya oí de boca del padre: “Silvinita nos habla siempre de
usted, de su amabilidad y de las atenciones que ha tenido para
con ella, de lo buen muchacho que es. Nunca deja de hacernos
notar su extrema bondad cada vez que se refiere a usted”,
quedo perplejo, pues parece que otra Silvina es la que le ha
dado esas buenas referencias, pero me retracto de esa idea…
Pienso que, quizás, la madre ha descubierto que soy
bondadoso, incapaz de matar una mosca, lo ha descubierto y
sabe que sería para su hija un buen partido, y me lo ha
planteado lisa y llanamente ¡Con que rapidez me he ganado la
simpatía de la madre!, mi fama de bueno ha llegado a sus
oídos y no ha resistido a la tentación de explayarse sobre ella,
la única explicación sensata que encuentro para tanta
confianza. No he tenido tiempo para reponerme del inusual
comportamiento de la madre cuando ya, la otra hija, acaba de
tomarme de un hombro desde atrás, de una manera que me
obliga a torcer el cuello en vuelta campana. Cada vez que
intento prestarle atención se mueve y, donde estuvo antes
acaba por no estar ahora. Pero pronto, una vez que desisto de
prestarme a tan ridículo juego, asoma su cara para acercarla a
la mía. Es tan pequeña que pienso que una conversación entre
ambos puede sostenerse cómodamente en esta posición: ella
de pie, yo sentado, con la madre de fondo. La semejanza entre
ella y Silvina es tan notable que no puedo dudar del parentesco
que las une. Acaba de darme una prueba contundente:
“También he leído tus cartas Julio”, dice, con la misma
candidez que una niña informaría la realización de una gran
travesura, aunque ella no sea una niña y mis cartas, menos que
nada, motivo de travesuras. Sin embargo, espero que la madre
no tarde en reprender a la hija por tal indiscreción, pero eso no
sucede…todo aquí parece desarrollarse de una manera tan
vertiginosa que lo que acabo de pensar ahora me parece
pensado hace muchísimos años o a punto de pensarse en un
futuro muy lejano.
Quizás sea ese el motivo por el cual la hermana desaparece de
mi vista, como si nunca hubiese estado acá. Pero te continuo
relatando extrañezas: como si la madre jamás hubiera salido
de escena, de nuevo está filosofando acerca de mi bondad,
pero ahora se ha animado con mucha diplomacia a echarme en
cara algo que se me había olvidado por completo… “No es muy
corto de carácter que digamos, cualquier otro no se hubiera
animado a presentarse en esta casa sin haber sido invitado por
Silvina”. ¡Sí sospechara los temores y contramarchas a los que
me he sometido antes de doblegar mi timidez! Si supiera que
he dado al menos cien veces vueltas a la manzana antes de
decidirme llamar a la puerta…porque en realidad Silvina nunca
me invitó formalmente a su casa.
Ahora escucho voces en la habitación contigua. ¿Será Silvina?,
quizás está siendo, por primera vez, considerada conmigo, y
para no tomarme de sorpresa ha preferido anunciarse desde el
otro lado de la puerta. ”Julio se quedó dormido” alcanzo a
escuchar con meridiana claridad. Me levanté con enorme
curiosidad y abrí la puerta aquella, compañero. Pasar de una
habitación a otra fue como tener un acceso directo desde casa
de Silvina a nuestra aula 419 en la facultad de Filosofía y Letras,
y me paré en ese umbral espiando los acontecimientos que se
desarrollaban en el aula. Allí estaba nuestra profesora de
literatura Hispanoamericana, vestida de riguroso negro como
acostumbra siempre vestirse. Delgada hasta el escándalo la vi
pasearse entre los pupitres con un libro en las manos, como lo
hace cada vez que va a comenzar a analizarnos una nueva
obra, amenazando con cada movimiento de sus piernas dejar
olvidadas, tras de sí, sus negras sandalias…Tú estabas allí,
Silvina estaba allí, ¡todos estaban allí!, en clase. Incluso me vi a
mí mismo dormitando con la cara apoyada entre los brazos y a
un grupo de compañeras que a viva voz trataban de advertirle
de mi vergonzoso estado. Tuve ganas de ingresar al aula y
esgrimir algún tipo de defensa ante mi imperdonable falta.
Pero ella, nuestra profesora de Literatura, se llevó el dedo
índice a sus labios invocando silencio, abrió el libro y leyó lo
siguiente: Hace muchísimos años, cuando nada de lo que
ustedes conocen existía tal como es, cuando ni sus padres ni
siquiera los padres de sus padres se encontraban remotamente
cerca de nacer vivió en esta ciudad un joven que sentía viva
afición por el arte amatorio, como ese interés crecía día a día
en él no tardó en buscar la oportunidad para ponerlo en
práctica. Escuchó decir por ahí que la mejor manera de
intentarlo era cursando la carrera de Letras en la más
prestigiosa universidad de la región, que tanto profesores
como alumnos de esa casa de estudios tenían fama de saber
más que nadie acerca de aquella ciencia. Y sucedió, como
sucede casi siempre que se trata de estudiantes primerizos que
se arrojan a la vida universitaria, se enamoró de una llamativa
condiscípula, siendo esa su introducción a las artes amatorias,
cuyo cursado no le sería tan favorable, pues esta joven, a la
que llamaremos Osi, le hacía sufrir lo indecible con sus
desplantes de niña caprichosa y altanera. Osi tenía un carácter
de los mil demonios, evanescente y cambiante podía ser
juguetona y mimosa al tiempo que un huracán capaz de
desbastar el corazón de aquel infortunado que llegara a
prendarse de ella. Este era el caso de nuestro joven estudiante,
al que llamaremos Juli. Como lo patentiza la letra de un
conocido tango: Osi jugaba con Juli como juega el gato maula
con el mísero ratón. Pero bien sabido es que hasta la roca más
sólida termina desgastada expuesta a los elementos de la
naturaleza, así terminó desgastada Osi por la persistencia y
tenacidad con que Juli le ofrendaba su amor. Lo extraño, si es
que de extraño había algo, resultaba el hecho de que los
enamorados parecían haber trasladado su vivencia amorosa a
los límites del más puro estado platónico, viviendo un amor
perfecto, superior a cualquier otro romance icónico ficcional.
Podría argumentarse que Juli, con este acto, se graduaba en las
ciencias amatorias con medalla dorada, y que el relato estaría
llegando a su clímax, pero pronto veremos que no fue así.
Ahora bien, ya casados la pasión de la carne se encendió en
ellos, y fue una llama indeleble, siempre encendida porque
diremos que Juli ejerció, en esos primeros años sus derechos
maritales con gran dedicación, y que Osi se supeditó,
agradecida, a tanto empeño.
Pero como no hay felicidad que dure mil años, la de Juli y Osi
no fue la excepción de la regla, y comenzó a flaquear en el
séptimo aniversario de nupcias. Habitaba la pareja una
vivienda social, modesta pero digna, en un complejo
habitacional erigido por el gobierno. Juli había conseguido un
conchabo en el Estado y, desde allí, proyectaba una existencia
monótona y gris, no exenta de los vaivenes a que se veía
sometido en el ministerio como empleado de bajo rango cada
vez que se descabezaba al ministro: a la ingente tarea de tener
que adecuarse al entrante, quien asumía trayendo consigo a
gente de confianza. Entorno al cual Juli se sumaba utilizando su
carácter acomodaticio, logrando así que su empleo siempre
estuviera a salvo. En tanto Osi ponía su mejor esfuerzo para
convertirse en una decente ama de casa, sin que terminara por
dar la medida. Sus ansias eran perturbadas, en ocasiones, por
un acuciante deseo: retomar los estudios en el punto en que
habían quedado. No era aquello, lo sabía perfectamente, más
que un inconsciente intento por escapar de ese mundo
rutinario y gris construido por su amado, del que ya
comenzaba a hartarse. La falta de una prole que maneara sus
esbozos de mujer libre y vital contribuían a que sobre sus días
planeara, amenazante, el fantasma de la infelicidad. Otro tanto
sucedía con Juli, su apagada libido luchaba por encontrar un
punto de apoyo dentro de la relación que le devolviera
antiguos bríos. Como la intimidad con Osi tal y cual llevada
hasta el presente ya no lo excitaba en lo más mínimo, para
estimularse comenzó a utilizar la imaginación: se hizo fetichista
y voyerista, a la par que se arrojaba al torrentoso río de las
fantasías sexuales. Nadando en las turbias aguas de la parafilia
creyó haber descubierto una nueva y más excitante forma de
relación conyugal con su esposa. Acontecía, entonces, que
llegada la noche yacía al lado de Osi sin saber cómo explicarle
la naturaleza épica de estas elucubraciones destinadas a
devolverle su extraviada libido. Pero existía una fantasía
derivada de todo ese morbo reconocida por Juli como la más
recurrente y estrambótica, la misma que lo obsesionaba, la
misma que obnubilaba sus sentidos. La fantasía de sus sueños
consistía en imaginar a su Osi como objeto de goce, no de él
sino de otros hombres, de una infinita cantidad de hombres. Lo
que le permitiría hacer de ella y, de los efluvios que pervivieran
atrapados en su interior después de cada encuentro, su
fetiche.
No obstante, otros ingredientes potenciaban esas locuras. Era
consciente que la casta Osi, esposa abnegada y fiel, no
compartiría tamaño desatino, y recordó (aquella lejana tarde
en que finalizada la hora de Latín la acompañara a tomar el
transporte público) como temerosa de las sombras
agigantadas de cipreses y pinos terminaría aferrada a sus
robustos brazos de galán cálido y protector, fue la lejana
misma tarde en la que se creyó un don Quijote. Imaginó el
diálogo ya no en la anacronía de sus juveniles años sino en el
pleno erotismo de su amor corrompido. ¿Vos, por casualidad
no estás loco? le preguntaría ella y él, ya bordeando la plena
madurez, tendría ahora la suficiente desinhibición como para
responderle que sí, que estaba loco por recuperar la pasión
perdida. Le daría algunas explicaciones tratando de
convencerla. En el intento adecuaría los puntos de vista a sus
deseos: “no sería un engaño en el sentido literal de la palabra,
pues no habría ocultamiento. Se trataba de un juego de
seducción y erotismo, signado por la complicidad de ambos.
Nadie más que ellos dos debían gozar hasta el orgasmo,
porque la única y suprema finalidad del juego consistía en
ayudarle para que volviera a amarla con el deseo de antaño,…
debía ver su concupiscente fantasía como el último y único
recurso capaz de salvar un matrimonio jaqueado, ahora, por el
hartazgo de la rutina”. A estas justificaciones agregaría, Juli, un
ingrediente, el más venal: para anular la inmoralidad del acto
propondría a Osi acostarse con desconocidos solo por
dinero…para no redundar en detalles poco elegantes solo
queda por dar a conocer que, al igual que la primera vez,
cuando Juli le pidió que se convirtiera en su dama, su señora
Dulcinea del Toboso, y ella lo terminara aceptando como el
hombre de su vida, de nuevo la persistencia de él doblegó la
voluntad de ella, y por esa supina razón es que en los años por
devenir el joven Juli, que no es otro que vuestro condiscípulo,
el mismo que ahora dormita en clase, terminará convertido en
un proxeneta calvo y gordo , que a fuerza de esperar a su
amada permanecerá en vela hasta la madrugada. Hora en que
su querida regresa al hogar después de haber atendido a sus
ocasionales y furtivos clientes.
Para ir cerrando esta historia conviene dejar en claro que la
espera de Juli transcurre ansiosa, y que mientras aguarda
desfilan por su cabeza las más asombrosas y perversas
cochinadas llevadas a cabo por su mujer con otros hombres
mientras trajina la noche. Este es sólo el prolegómeno, pues su
real satisfacción se concretará una vez que, en la intimidad del
lecho, ella le narre hasta las más mínimas peculiaridades de
cada encuentro.
En un tiempo por venir será ella la misma blanca y retacona
prostituta que acostumbrara deambular por las zonas rojas de
la ciudad, y que regresando sigilosa para no llamar la atención
de los vecinos se arrojará, como en los viejos tiempos de
estudiante, en los brazos de su amado Juli, prodigándole los
más ardientes y castos besos que refrendarán la idea de que su
matrimonio está a salvo, y que el amor entre ambos volvió a
ser el de antes.

 

Datos del autor

Segundo O. Díaz, escritor, poeta y periodista tucumano. Publicó los libros, “Mis parientes rurales”, “Canto del Enamorado”, “Los perros asesinos” y “Los detectives holográficos”.

El escritor tucumano Segundo Díaz

Recibió distinciones y reconocimientos a lo largo de su trayectoria y se encuentra preparando nuevo material de relatos para su próxima publicación, algunos de esos trabajos han sido publicados por nuestro medio.

Es asiduo colaborador de Diario Cuarto Poder.

El presente cuento pertenece al libro inédito “Relatos subliminales” de Segundo Orlando Diaz (2020).

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