Letras de Fuego / Escritores. En nuestro ciclo de colaboraciones, compartimos el cuento “El Borges del jazz”, del escritor y periodista tucumano Roberto E. Espinosa. Agradecemos al autor la generosidad de este aporte literario para nuestros lectores.

El Borges del jazz

“¿Cómo puedo ser feliz cuando estoy rodeado de amigos infelices? La soledad es natural. Porque el hombre, desde que nace hasta que muere, está sólo. Todo lo demás son presunciones. Por eso cuando hay una exigencia de una prueba de amor o de amistad, termina. Y entonces el amigo se convierte en un traidor”.
Enrique miró una vez más aquella vieja fotografía del ‘57. Los años lo habían vuelto menos cabrero y más sentimental. Una muchacha le sonreía desde una plaza. Encendió un cigarrillo. Hacía ya tiempo que había olvidado los apotegmas en pro de la salud. “¿Cómo se puede ser coherente cuando el hombre es una total paradoja, cuando vive en permanente contradicción con él mismo? Cuando dice que cuida la salud y es lo que menos hace. Empieza a fumar, a beber y a comer. Algo que le hace daño. Y entonces viene el señor Rascovsky y descubre el filicidio. Y tiene sus teorías”.
Una música extraña entró por la ventana. A media luz, entre las sombras del alma, Enrique se sirvió un whisky y creyó ver dibujando en las paredes el paisaje de su juventud. Su mano larga se estiró en el piano. La artritis le entristecía los dedos y ya no era como antes, cuando en Madrid, mientras agitaba el aire su himno (el Saint Louis Blues), un negro yanqui fue a buscar a sus 129 compañeros marineros para que escucharan las voces de sus ancestros. La velada terminó bruscamente, cuando el agallegado bolichero lo echó del bar junto a los negros por traer gente indeseable.
“El vals de las sombras” comenzó a acorralar sus recuerdos. Siembre el amor, esa fábula sentimental de la vida, lo había perseguido amargamente. “Por una decepción de mi gran amor que no me llevó el apunte, me tiré para morir bajo un auto. Pero en ese momento, se prendió la luz colorada del semáforo. Y el único que sabe que quiso suicidarse, soy yo. Después, cuando me operé de hernia, estaba convencido de que quedaba en la mesa de operaciones. Pero me salvó un cirujano. Para mí, era un caso perdido”.

II

Benezra y Román Chávez se miraron. El oficio del periodismo los había juntado nuevamente en el café. En pocos momentos tomarían contacto con una figura admirada, con ese “Borges del jazz” como le gustaba repetir al Negro Chávez. Observaron los relojes nerviosamente. Benezra se paró y acomodó bajo el sobaco su pantagruélico radiograbador. Pagaron y partieron al hotel.
Llegó un auto. Vieron bajar primero a dos hombres jóvenes. Luego tocó el aire de la mañana la sonrisa de una bonita mujer y finalmente, descendió el pianista. Sus grandes manos estrecharon las de los periodistas. Enseguida charlamos, dijo y se perdió en el hospedaje. El hombre demoraba en bajar. Aun se percibían a lo lejos los desgarrantes gritos malvineros. La secretaria gesticulaba con un cigarrillo en ristre y disculpaba al maestro por el retraso. Oscar Alem y Osvaldo López iniciaron un relato de contrabajo y batería.
Los largos dedos del maestro dieron a entender que la charla sería en el teatro. “¡Voy a tocar en un Baldwin, Oscar!” El sol de invierno comenzaba a castigar. Era un 4 de julio tucumano. El magister subió al escenario y corrió hacia el Baldwin como si fuera a arrojarse a los brazos de su amante. “¡No puede ser! ¿Qué es esto? ¡Me han afinado el piano para tocar Chopin, no jazz!” El encargado del teatro que había estado sufragando unas ginebras minutos antes, confesó que el afinador volvería en dos días. El maestro comenzó a rebuznar fuertemente contra las madres de los funcionarios y organizadores. Su María Kodama intentaba calmarlo.
El Negro Chávez le pidió que tocara “Ramona” y advirtió que ese nombre le abría al maestro una herida en la mirada. No se hizo de rogar. Román sintió que ese hombre envejecido estaba tocando en las teclas del corazón. Benezra observaba nerviosamente el grabador, cuidando de que todo estuviera bien. “¡Qué piano, Silvia!” advirtió a su secretaria. Mientras tanto Alem y López habían terminado de armar sus instrumentos y se aprestaban a meter las narices en “Tiernamente”, Chávez miró a Benezra y berreó: “Esta es la charla, hermano”.

III

“Yo no entiendo por qué razón vienen a hacerme reportajes a mí. Digo una cosa, ¿por qué mejor no van a preguntarle al albañil cómo hace para llegar a fin de mes? Yo no me hice famoso con la música sino con los reportajes. Ahora camino por Corrientes y todos me saludan y comentan: ‘Ese es el mejor pianista de la Argentina’, aunque jamás me hayan escuchado tocar. Sí, me han puesto el Mono y debe ser porque imito demasiado a los seres humanos”.
Ahora sus manos volvían a ceder a la nostalgia, esa melancolía de tangos que a veces entorpecía el silencio de su alma. “Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar…”, cantó en voz baja acompañándose con el piano. “Las mujeres que quise siempre se casaron con otros. Y no quise tener descendencia, si apenas podía mantenerme yo. Una cosa que acostumbran preguntarme mis amigos es si no podría haber sido otra cosa que porteño. Siempre respondo que no podría haber sido otra cosa que pianista. Siempre viví del piano. Nunca gané mucho, pero puedo pasármelas perfectamente con café con leche y mermelada. Todo el mundo si quiere hacer algo, lo hace. Pero la gente tiene miedo, miedo de que lo echen del infame empleo que tiene para hacer lo que realmente desea hacer. Para mí hacer música es más necesario que respirar. La inteligencia existe, pero la desgracia es que se necesita otro inteligente para comprender a otro. Los demás lo pueden llamar loco, pero a mí eso no puede molestarme porque siempre fui libre de hacer lo que tuviera ganas”.
Alguien golpeó la puerta. Enrique salió bruscamente de sus pensamientos. “¿Quién vendrá a joderme?” Se dio con un hombre bajo, encorvado, de largos brazos. “¿Cómo, no me conoce? Soy Villegas, vengo a visitar su soledad. ¿No me hace pasar?”
Enrique le hizo señas de que se sentara junto al piano. Lo estaba esperando, dijo mientras se servía el cuarto whisky. Villegas miró al maestro que acariciaba sus arrugas de casi 73 pirulos. “¿Se acuerda, Enrique, cuando los muchachos creíamos que usted era Beethoven? Siempre tan loco, ¿no? Pero ya lo ve, el tiempo amansa las locuras. Hablamos y hablamos para que la gente nos tenga presente, para demostrar que somos algo o que sabemos mucho, y también hablamos para escucharnos a nosotros mismos. Sabe una cosa, siempre admiré en usted como en ese famoso ciego, ese tal Borges, la capacidad verborrágica, ese estilo de ilustre e irónico bocón, y por supuesto, su música. Ahora le pregunto de qué sirven las palabras, Enrique, si la voz como la música son presentes permanentes. No es lo mismo que yo escuche un disco suyo que esté a su lado oyéndole tocar ‘El jazz me entristece’. Antes de que nos vayamos a tomar un vino, le pido que piense si se arrepiente de algo en la vida”.
Un suburbio de negros y tangos alquiló por un instante los balcones del alma de Enrique. Tocó suavemente “Cuando los santos vienen marchando”. Bebió el último trago, apagó el cigarro y miró fijo a Villegas. “Lo único que le importa a un artista es su obra. Lo demás, la gente, el resto de la humanidad, no le importa un bledo, ¿me entiende, Villegas? ¡Un bledo! Lo embromado del presente es que muy pronto se convierte en pasado. Y el futuro siempre es incierto: el único futuro es la muerte”.
El viento cerró la puerta lentamente. Los dos hombres se fueron juntos, sabiendo que ya no volverían más a encontrarse en ese cuarto, con ese piano, tragando bocanadas de jazz.

Datos del autor

Roberto Espinosa, periodista y escribidor, nacido en San Miguel de Tucumán en 1958. Desde 1981 trabaja en el diario La Gaceta de Tucumán. Es autor de los libros “El Borges del jazz”; “Klecsopoemas” (con el pintor Fued Amín); “Silbando cielos” (libro digital con el pintor Donato Grima); “El caracol de los sueños”; “La cultura en el Tucumán del siglo XX”; “Historia de la Facultad de Medicina de la UNT”; “Cosecha de luz” (poemas); “La cultura en el Tucumán del Bicentenario”; “Diccionario monográfico” (segunda edición actualizada); “El Cuchi Leguizamón”; “La memoria del olvido”; “Rolando Valladares: Un Chivo con alma de vidala”; “Mercedes Sosa: Una canción en el viento”, y “Los duendes de la olla mágica” (novela).
Con los músicos Rolando Chivo Valladares, Luis Víctor Gentilini, Gerardo Núñez, Antonio Rodríguez Villar, Carlos Podazza, Rodolfo “El Colorao” Herrera, Anselmo Lago, Coqui Sosa y Yusef Saife, ha compuesto zambas, chacareras, taquiraris, vidalas, milongas y tangos. Incursionó como actor en 2007 en “Por las hendijas del viento”, film de Luisa Quintavalle y Carlos Alsina, premiado en el Festival de Cine de Saladillo (Buenos Aires) en 2008.
En 1980 fue finalista en el Concurso Latinoamericano de Poesía, realizado por la Fundación San Francisco de Asís en California (EE.UU.). En 1981, obtuvo una distinción en el Concurso Latinoamericano de Cuentos (Buenos Aires), organizado por la Editorial Atlántida, que tuvo por jurado a Martha Lynch, Adolfo Bioy Casares y Marco Denevi. En 2009, con la pintora Mamina Núñez de la Rosa obtuvo el segundo premio en el IV Salón Regional del Poema Ilustrado, organizado por el Ente Cultural de Tucumán.

*Foto del autor en esta nota: Juan Paolini.

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