Salió del prostíbulo con un bolso que tenía un peine, un pintalabios, un espejito y un manojo de preservativos. En una mano llevaba una botella de champagne que tomaba para adormecer el asco y que le serviría para defenderse si alguno quería ponerse bravo. La encandilaron las luces de los patrulleros que venían por la calle. Eran demasiados para una visita de las de siempre. Sabía que pasaba algo pero apuró el paso hacia el hotel. Siguió con el plan y sólo pensó en lo que le dijo la encargada antes de salir. Había que vaciarle la billetera al cliente. Pasaron un par de horas hasta que el tipo se quedó sin plata. Fue entonces que volvió. Habían reventado el cabaret. Se encontró a sus compañeras detenidas, antes de que las llevaran al juzgado.

Esa fue la última noche. No estaba aliviada por la llegada de los policías, al contrario. Como dice, esa noche ya sentía que sólo cambiaría un infierno conocido por otro mucho más incierto.

“Yo ya había aprendido a naturalizar las violaciones. Tenía mis mecanismos. Pensaba en paisajes, en películas, en una ropa linda. Tenía al tipo encima y mi cabeza volaba a otro lado. Para eso estaba preparada, lo hacía desde los 12 años. Pero no estaba preparada para la vida que hay afuera. No había estudiado, no tenía otro oficio. Donde iba, si no me conocían, se daban cuenta de dónde venía. No tenía historia para contar ni currículum para dejar”.

Se llama distinto pero quiere que la nombren como Yeny. Tiene 40 años y su identidad debe ser cuidada porque declaró en una causa contra proxenetas. Algunas precisiones sobre ella se evitarán para que no la puedan reconocer.

Lo que cuenta sobre sus noches de esas casi tres décadas espanta. Habla de madrugadas que se terminaban al completar una fila de 25 tipos, de palizas, cocaína para subir, whisky para bajar y xilocaína para tolerar dolores en sus lugares más lastimados. No hay eufemismos, Yeny usa las palabras que son, no quiere edulcorar nada: “Mis días eran de esa manera, con abusadores, tipos acabándome todo el tiempo. No lo cuento para dar lástima sino para que se sepa de qué hablo cuando digo que ahora no la estoy pasando mucho mejor. Podés pensar que exagero pero para mí no. Fue cambiar un infierno conocido por otro que no”.

La noche del allanamiento fue a mediados de 2013 en una provincia de la Patagonia. A la semana Yeny fue a sacar la libreta sanitaria con la idea de seguir en otro cabaret. Era lo único que se imaginaba haciendo. Fueron un par de noches pero las condiciones eran aún peores y ya no lo toleró. Ahí quiso que le pasara algo distinto. Una mañana entró a un hotel y pidió trabajo de limpieza. El dueño le dijo que era demasiado linda para hacer eso y le sonrió.

“En un pueblo chico, los que no te conocen te adivinan. Encima yo todavía estaba teñida y vestida con mis ropas y era fácil darse cuenta de dónde venía. Si los que tomaban eran hombres o te insinuaban o te rechazaban. Las mujeres te rechazaban todas. Estaba pidiendo limpiar los baños y me decían que no. Así tardás poco en volver a un puterío. Sabés que ahí al menos morfas y tenés donde dormir”, relata sobre esos primeros tiempos.

Cuando ya estaba con la guardia demasiado baja, le llegó la noticia de que se vendía la casa de sus viejos y que podía cobrar algo de la sucesión. Le recomendaron un abogado y empezó a hacer los trámites. Cuenta que él le decía que los honorarios los hablarían cuando saliera el juicio. Ella se había entusiasmado con cobrar una plata para comprar algo de un ambiente y esperaba noticias del abogado con ansiedad. “Hasta que una tarde me pide que vaya al estudio. Llegué y no había nadie. Me dijo que tenía que firmar unos papeles, se me acercó y me dijo que le pagara los honorarios en ‘especies’. Lo insulté y me mandé mudar. ¿Cómo podía confiar yo en alguien si los tipos que te tienen que cuidar y asesorar te agreden también?”, se pregunta sin mucha respuesta.

Yeny aceptó declarar en una de las causas contra los dueños del prostíbulo. Durante ese proceso estuvo en el programa de protección de testigos. Sintió que colaboró con la condena pero cree que lo que más le sirvió fue entender que ella había sido víctima tanto de los acusados como del Estado. “Al principio pensaba que ellos me protegían y que el Estado no debía hacer nada por mí. Pero al tener que determinar las responsabilidades de cada uno y de contar con detalle lo que me hacían, lo que hacía la policía y funcionarios judiciales, entendí que yo no era culpable, que no lo había generado yo”.

A partir de la reforma a la ley de trata en 2012, las víctimas deben recibir asistencia psicológica, médica, alojamiento, comida, dinero, capacitación laboral y ayuda en búsqueda de empleo. A pesar de que es legal las experiencias son muy dispares. Algunas reciben parte de estas ayudas y quedan rengas en otras. Muchas reciben poco y nada. “Ahora tengo tres hijos y estoy sola. El dinero que me da el Gobierno no me alcanza para sostenernos todos. Pude por fin estar en una casita linda para mis nenes y la semana pasada me dijeron: ‘Me parece que te vas a tener que mudar porque es muy cara’. Lo que pido es legal. No es que lo estoy mendigando. Me corresponde”, cuenta Yeny, que tiene una custodia después de que recibiera amenazas de otros antiguos proxenetas para que no se anime a testificar en contra de ellos.

Cuando se discute sobre la trata de mujeres en prostíbulos, muchas voces se sostiene que al no haber situación de cautiverio las víctimas tienen libertad para decidir irse, no como las personas secuestradas.

A Zaida Gatti, encargada del Programa Nacional de Rescate y Acompañamiento a las Personas Damnificadas por la Trata del Ministerio de Justicia, le interesa incorporar una mirada distinta al problema: “Hay una confusión respecto de lo que significa la libertad en esos casos. La mayoría de esas chicas están endeudadas con los proxenetas, alejadas de sus familias. Ellas sufren una enorme cadena de abusos y cuando se quejan les dicen: ‘si no te gusta esto andate’. Si la víctima se va no tiene dónde ir y, al poco tiempo, después de pasarla muy mal vuelve al prostíbulo. Entonces incluso ella cree falsamente que es libre de decidir su suerte, pero no es así”.

“Hay muchas víctimas que no logran visualizar lo que les sucede como maltrato. Las que se van vuelven porque ese lugar es su referencia, confunden la situación de control a las que las sometían y creen que las cuidaban”, agrega.

La historia de Alika Kinan (41) se parece en parte. Hay relatos de lo que sufrió en los prostíbulos que se asemejan a los de Yeny. Ella también estuvo en un allanamiento en la Patagonia, en este caso en Ushuaia, y a partir de esa noche dejó la prostitución. Alika habla distinto. Sus frases son más elaboradas, se nota su paso adolescente por una escuela alemana y una comodidad pasajera que Yeny no tuvo. A los 18 años su madre la abandonó junto a una hermana menor y se quedó sin nada de lo que tenía. Cuando le faltó la comida decidió aceptar una oferta de un bar de Tierra del Fuego para hacer de moza. El lugar resultó ser “Sheik”, uno de los prostíbulos más conocidos de Ushuaia, alimentado por lugareños, marineros y turistas de cruceros. Dieciséis años pasaron hasta que Alika se despidió definitivamente de ese lugar, tras un operativo como el que contó Yeny.

Cuando esa noche vio a la Gendarmería, Alika pensó que la iban a llevar presa. Tenía una visión muy distorsionada de la realidad. De tanto repetir un relato se lo había creído. “El dueño nos había armado una historia que teníamos que decir: que éramos amigas, que habíamos salido a tomar algo entre nosotras, que ahí no había más prostitución. Por eso nos sentíamos cómplices en lugar de víctimas”, contó Kinan. Para ella, entender esa diferencia fue el primer paso.

“Al principio no entendés nada de lo que te sucede. Querés matar a la fiscal porque te deja sin trabajo ni casa. La primera reacción nuestra era defender a los proxenetas. Es un proceso que cuesta mucho y que toma tiempo”, explica Alika, quien fue la primera víctima de trata en querellar a los proxenetas y también al Estado.

En ese proceso, preparando sus testimonios y revisando su historia empezó a entender que ella no había decidido estar ahí, como le habían hecho creer. “Vos no lo elegís, estás allí sin posibilidad ni herramientas para salir. Ninguna mujer que está ahí adentro y que realmente vive lo que es la noche puede quererlo. Pero del otro lado hay gente poderosa, con vínculos con la policía, con los políticos, con la Justicia. Es demasiado para una mujer sola”.

La vida afuera le resultó también muy hostil. Cuando juntó fuerzas y sus mejores ropas fue a un hotel en la avenida Maipú, de Ushuaia. No era como el hotel donde fue a pedir trabajo Yeny. Era un lugar muy elegante cerca del puerto. Con bastante vergüenza fue a hablar con el encargado. “Me miró de arriba a abajo y se rió en mi cara. ‘Esto no es un prostíbulo’, me dijo. Vos estabas peleando con vos misma y encima la sociedad se burlaba de vos”, recuerda.

Para Alika, hay muchas cosas que serán imposibles de reparar pero cree que con contención y ayuda económia la elección de volver a caer en un prostíbulo se aleja. Ella dejó dos veces “Sheik”, la primera fue para irse a Barcelona con un español, guardaespaldas y especialista en artes marciales, que le prometió bellezas europeas. Pero al llegar a Cataluña la obligó a seguir prostituyéndose para que lo mantenga. Alika tuvo tres hijas con el español, pero en una noche de llanto volvió a llamar a los dueños de “Sheik”. Ellos le mandaron pasajes y pudo volverse a la Argentina.

“Si vos te podés mantener, si tenés cómo vivir y comer, tus chances de salir aumentan mucho”, sostiene y también reclama: “El Estado permite y genera muchas de las cosas que sufrimos, por eso luego tiene que hacerse cargo”, sostiene Alika, que hace unos meses fue distinguida por el Departamento de Estado de EE.UU. por su lucha contra la trata.

“Los síntomas de estrés postraumático de víctimas de explotación sexual están en rangos similares a las de los veteranos de guerra, las mujeres golpeadas que requieren refugios, sobrevivientes de violación, y las personas refugiadas por tortura inflingida por el Estado”, señala Marcela Rodríguez, coordinadora del Programa de Asesoramiento y Patrocinio para Víctimas de Trata de Personas, que depende de la Defensoría General de la Nación. Con esa información busca ilustrar el grado de indefención con el que le toca enfrentar al mundo alguien que sale de la esfera de una red de prostitución.

El Estado aparece como el destinatario de todos los pedidos de ayuda. De su eficiencia depende que mujeres con situaciones críticas puedan sacar la cabeza del agua. La subsecretaria de Acceso a la Justicia a nivel nacional y coordinadora del Consejo Federal para la Lucha contra la Trata, María Fernanda Rodríguez es la voz oficial sobre la respuesta en los primeros tiempos en que la ayuda es imprescindible.

“Luego de un allanamiento, el programa de rescate se ocupa de la víctima. Se la traslada a un refugio. La acompaña un psicólogo, una trabajadora social, hasta que da su testimonio a la Justicia. Luego se articula el regreso a su provincia, o a su país, si es extranjera. En su lugar se coordinará un subsidio y las posibilidades de que tengan un lugar donde vivir y trabajo. No todas aceptan la ayuda, muchas creen que es estigmatizante y prefieren que las familias no sepan lo que les ocurrió”.

Respecto al derecho a la vivienda, Rodríguez detalla que la ley garantiza una lugar para habitar, pero no la propiedad de un espacio. “En el Consejo estamos impulsando el decomiso de los bienes de los proxenetas para disponer de ellos. También, con la ley de víctimas tendremos un fondo para gastos inmediatos y será más directo el resarcimiento”.

Desde 2008, de las 11.453 víctimas de trata que fueron liberadas, 6.148 fueron para explotación sexual. La mitad de ellas no nacieron en la Argentina.

Respecto al rol estatal, Alika es muy crítica. Reconoce el acompañamiento hasta el momento en que la víctima declara pero describe un desamparo en todo lo que sucede después. “Son reenviadas a los lugares de donde habían escapado, con familias violentas o casos de abuso. Nadie se puso a pensar en eso. Después de seis meses, el apoyo económico se traduce en un aporte de 3 ó 4 lucas. Son muy pocos los casos en los que la víctima es reinsertada laboralmente. Se necesita plata para programas que promueban eso. Para mí es alarmante que el Estado disponga de los bienes de los proxenetas, ese dinero debe ser girado a las víctimas, sino, una vez más, vuelve a existir una situación de sumisión, pero esta vez es al Estado”.

Fuente: Infobae

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