Luciana Ogando decidió contar su historia en el libro "Hijos de los 70".

El padre de Luciana Ogando había sido fusilado por la agrupación armada, pero recién a los 28 años su familia le contó la verdad, luego de decirle que había sido víctima de los militares. Ahora cuenta su vida en el nuevo libro “Hijos de los 70”.

A los 38 años, con acento francés y ojos que reflejan la búsqueda como esencia, Luciana está feliz de haber empezado a armar su vida en la Argentina, de recuperar su larga historia que le había sido negada y de tener la palabra para contarla.

Luciana es hija de Osvaldo Lenti y Paula Ogando, dos militantes de montoneros; su padre fue fusilado por decisión de un tribunal revolucionario de la agrupación armada. Y su madre, secuestrada en el centro clandestino conocido como “Sheraton”, en Villa Insuperable, y trasladada luego al hospital militar de Campo de Mayo, donde nació Luciana y pasó los primeros días de su vida.

Paula tuvo que partir a un exilio forzoso en Uruguay, en 1977, y luego a Francia, donde crió a Luciana junto a su marido francés, Giles.

Su historia le fue dada con cuentagotas, pero Luciana decidió transmitirla a pesar de la culpa por romper con un mandato familiar: de eso no se habla.

La suya es es una de las 23 historias que forma parte del libro “Hijos de los 70, historias de la generación que heredó la tragedia argentina”, escrito por las periodistas Carolina Arenes y Astrid Pikielny, tras dos años de un arduo trabajo.

La madre de Luciana, Paula, llegará este mes de visita, y ella la espera con expectativa y también con temor.

“Yo no le comenté nada (sobre el libro), no creo que se haya enterado, y no sé si se va a enterar. Cuando venga a mi casa lo voy a poner en un cajón”, dice al principio de la entrevista con Télam. Luego, transcurrido un tiempo de charla, se relaja y piensa que a lo mejor el libro sea la excusa para que la relación con su madre comience una nueva etapa.

“Cada encuentro con mi mamá es una nueva etapa de mi vida. A lo mejor ya es el momento, a lo mejor estamos en un lugar de escucha, a lo mejor viene y le digo: ‘Toma esto, si querés leelo’, se replantea.

Su relato es una historia que transitó preguntas, reflexiones, hipótesis y verdades a medias.

A Luciana le contaron a los 7 años, cuando nacía su hermana, que su padre biológico había muerto en un accidente de autos.

A los 15 años, cuando regresaba a vivir con su familia a la Argentina, le dijeron que en verdad había sido víctima de la dictadura militar (1976-1983). Recién a los 28 años supo que su padre había sido fusilado por la misma agrupación a la que pertenecía, Montoneros, en el marco de un juicio revolucionario, al que él mismo se había entregado tras haber “traicionado” con información entregada en medio de las sesiones de tortura a la que lo sometieron.

Al mismo tiempo que tomaba conocimiento de toda esta historia, de boca de un familiar, Luciana se enteraba que su madre había sido secuestrada y torturada por la dictadura y que ella nació en el hospital de Campo de Mayo, en cautiverio.

“Muchos años pasé elaborando hipótesis, justificando en el hecho de que mi padre había muerto en un accidente de auto, que mi mamá y yo tuviéramos miedo de manejar”, cuenta Luciana, que admite que “todo el tiempo” esperaba que su madre le “abriese puertas” para conocer su historia.

Cada noche, cuando era muy pequeña, Luciana tenía la misma pesadilla: “En mis sueños aparecían Gilles y Paula, mis padres, pero en un momento se sacaban las máscaras, y detrás aparecían otras personas que yo no conocía, y eso me angustiaba mucho”.

Luciana nació en junio de 1977, dos meses después de la muerte de Osvaldo, su padre.

“Es muy duro saber que tu papá eligió morir por una causa política cuando su hija estaba por nacer”, dice Luciana, que quiere saber más de su padre para entender.

“De mi papá sé que era buena persona, petiso, peludo, y que tenía una fuerza de voluntad extrema, y una gran tenacidad, que a veces pienso que yo heredé”, dice Luciana, que cuenta que dos amigos de juventud de su padre, Mirta Clara y el Pájaro, le contaron esto. Con ellos, todavía tiene pendiente un encuentro, y una gran incógnita: “Me pregunto si habrán visto el libro, me intriga saber”.

Casi sin querer, Luciana menciona que se enteró hace poco, en noviembre, con el libro terminado, que su padre dejó una carta, pero también supo que esa carta se perdió cuando los represores incendiaron la casa en la que estaba. De su padre, Osvaldo Lenti, también sabe que antes de comenzar una relación con su madre estuvo en pareja con un hombre, y que él mismo se lo confesó a sus compañeros de Montoneros, lo que motivó un tratamiento de “rehabilitación” indicado por la cúpula de la organización militar.

Ahora Luciana espera a su mamá, que este mes la visitará en Buenos Aires y le traerá una máquina de fotos que ella planea usar como parte del proceso de reconstrucción de su memoria.

“Quiero volver a cada uno de esos lugares en los que estuvieron mis padres y sacar fotos. No sé si la foto valdrá la pena, pero es la excusa”, dice.

Por eso la nieta de Alfredo y Estela Lenti llegó a buscar la casa en la que vivió su padre, y le gustó que el zapatero se acordara de ellos e, incluso, le dijera que todos los vecinos en el barrio se preguntaban “dónde andará esa nena”.

“También soy una chica de Morón, también tengo esa herencia”, y agrega que “reinventarse raíces cuando uno no las tiene es una forma lúdica de ponerse bases”.

“No tuve la vida ni de mi papá en Morón ni la de mi mamá en La Plata. No es lo mismo vivir hasta los 20 años en La Plata que vivir en 7 ciudades, e ir a 8 escuelas. Yo tengo mi historia, es menos heroica, menos cinematográfica que la de mis padres, pero es mi historia”, dice mientras disfruta de su café con medialunas en un tradicional bar de Plaza de Mayo, atendido por mozos “de verdad”, como ella misma dice.

“Acá, en la Argentina, es el único lugar en el que me siento parte, aunque haya una distancia en la forma de pensar, aunque siga siendo la francesita. Sufrí mucho en Europa, me costó conectar, nunca me sentí plena. Extrañé mucho a mis primos, mis tíos y mis abuelos”, explica.

Luciana vive hace tres años en la Argentina y, si bien ya había vivido entre los 15 y los 19, considera “que es la primera vez” que está armando su vida en Buenos Aires.

Como parte de esta construcción que inició y que la trajo de regreso a la Argentina, Luciana sabe que necesita hablar para terminar de sanar. “Lo importante de contar mi historia para el libro fue entender que no importaba lo que los otros iban a hacer con eso, porque yo necesitaba contarlo, incluso aunque sienta que lastimo a gente querida, es la única forma que tengo para no enfermar y enloquecer”.

Apenas tuvo el libro en sus manos, Luciana eligió leerlo en voz alta, a sus amigas, en su casa, y se sorprendió de “todo lo que había contado” al mismo tiempo que entendió su “imperiosa necesidad de hablar”, de “tener una voz”.

“Me hizo muy bien escucharme, y me dije ésa soy yo que está acá, soy yo y me sostengo, y no me importa si dije cosas inteligentes, si tenía razón, estoy acá, no me morí, dije lo que pensaba”, dice, y emociona cuando agrega: “Porque al final parece que todo lo importante que tenía para decir me tocó cuando era un bebé, pero los bebés no hablan, no dicen, y para mí lo importante ahora es hablar”.

Pero, además, Luciana siente que algo “se está corriendo en su vida”, y que “el proceso de inhibición” que transitó como pesada herencia familiar, la está llevando a otros lugares.

“Mi abuelo, el papá de Osvaldo, era alfarero, y lo único que conservó de mi padre son dos objetos hechos por mi abuelo, que quedaron luego que su casa fue ocupada y quemada”, dice, para explicar por qué quiere comenzar un taller de alfarería.

Luciana entiende también que este recorrido tuvo un costo que la llevó, a los 35 años, a una operación que le quitó su útero, sus ovarios, y su expectativa de alguna vez concebir un hijo.

“Toda mi familia sufrió torturas. Fue liberador contar mi historia, pero recién pude hacerlo cuando viví algo en el cuerpo. Creo que si yo no hubiese vivido algo con el cuerpo, no me hubiera sentido habilitada, porque yo sentía que ellos habían puesto el cuerpo, y que a mí no me había pasado nada”, dice Luciana.

Siente que todavía le queda un largo camino por recorrer, y nunca deja de cobijar la idea de que podrá hacerlo con su madre, sin mordazas.

“No tengo la dirección de la casa donde capturaron a mi mamá, creo que ella a lo mejor la encontraría. Tendría que ir allá con mi madre”, se ilusiona.

En la historia de Luciana confluye toda la complejidad de una época, y todas las voces, incluso la suya propia, testigo obligado de una tragedia que marcó su vida y la de su familia.

“Mi historia es la historia de mi país, pero también es mi historia, mi infancia. Me tocó que mi infancia esté atravesada por la de un país, y necesito transmitirla con mi visión, mi procesamiento, no ajeno o impuesto, sin condenación moral”, reflexiona.

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