Manuel Ernesto Rivas
Manuel Ernesto Rivas

Entre las expectativas de la sociedad argentina previas a las elecciones presidenciales de 2015, estaba la de vivir sin preocuparse por la creciente inseguridad. Ya estaba instalado como problema cotidiano, saber de hechos de inseguridad. Lo afligente era que, delante del televisor, ya se reflejaban casos en los que estaban involucradas personas cercanas, conocidas del barrio. Además de vivir, con más cercanía, el arrebato de una cartera, un celular, algún elemento de la casa, dinero, u otro objeto de valor. Los protagonistas, siempre actuando con violencia, eran siempre jóvenes e incluso menores de edad.
Lo que subyacía en muchos de esos casos, era el consumo de “paco”, que es el residuo de la producción de cocaína. ¿Cómo puede llegar a nuestra provincia ese residuo si en teoría no es productora? La respuesta puede ser más simple de lo que se piensa. Tucumán se transformó en un lugar de “estiramiento” o sede de laboratorios clandestinos de producción de estupefacientes. Es por ello que ese peligroso y adictivo residuo llega a manos de nuestros jóvenes a módicos precios. Tan barata es la mercancía como fugaz es su efecto. Entonces nos damos en los informativos porteños con madres que tuvieron que encadenar a sus hijos para que no salieran a la calle a consumir aquello que les había quitado la voluntad: “el paco”.
Muchos de los comprovincianos se mostraron indiferentes a aquellas llamadas “madres del dolor” o “madres del pañuelo negro”, sin entender que parte de esa inseguridad que sufrían a diario estaba relacionada con el consumo del “paco”.
De este modo, en diversos barrios de la provincia comenzaron a aparecer carteles de rejas electrificadas, alambres de púas en las alturas de los muros y verjas, vidrio en punta, cámaras y servicios de empresas de seguridad privada. Con ello se esperaba que los delincuentes, desde los precoces hasta los más avanzados, no tuvieran la posibilidad de ingresar a las casas. Porque, en principio, lo hacían para levantar aquello que estaba al alcance de la mano, sin importar el valor que tuvieran. Esos objetos son recibidos por los propios vendedores de droga o son reducidos por unos pocos pesos que transforman en “verdaderos zombies” a esos chicos que consumen esa sustancia residual.
Uno de los grandes problemas del “paco” es que desde el consumo experimental al consumo problemático hay una distancia mucho menor que lo que pasaba con otras drogas como puede ser la cocaína.
La pasta base en particular se empieza a consumir experimentalmente y a los dos meses ya tenemos un consumo problemático de alta dosis. El consumo se realiza a través de pipas caseras, donde se mezcla el producto con viruta de metal y ceniza de cigarrillo de tabaco o virulana metálica a modo de filtro.
Es importante saber que las etapas por las que transita un consumidor al momento de consumir paco son cuatro:
– Etapa de euforia: en la que se da euforia; disminución de inhibiciones; sensación de placer; éxtasis; intensificación del estado de ánimo; cambios en los niveles de atención; hiperexcitabilidad; sensación de ser muy competente y capaz; aceleración de los procesos de pensamiento; disminución del hambre, el sueño y la fatiga; aumento de la presión sanguínea, la temperatura corporal y el ritmo respiratorio.
– Etapa de disforia: sensación de angustia, depresión e inseguridad; deseo incontenible de seguir fumando; tristeza; apatía; e indiferencia sexual.
– Consumo compulsivo: etapa en que la persona empieza a consumir ininterrumpidamente cuando aún tiene dosis en la sangre para evitar la disforia.
– Etapa de psicosis y alucinaciones: el consumo de “paco” puede provocar psicosis o pérdida del contacto con la realidad, la que puede darse después de varios días o semanas de fumar con frecuencia y durar semanas o meses. Las alucinaciones pueden ser visuales, auditivas, olfatorias o cutáneas.
Ante estos síntomas nos encontramos cuando algún joven es protagonista de hechos delictivos. Los lugares de consumo en la provincia no se circunscriben a las zonas de extrema pobreza, como en el caso de “La Costanera”, sino que también se extendió a la periferia de diversas ciudades de la provincia.
La labor encabezada por el ahora obispo de Añatuya, Melitón Chávez, quien tenía como colaborador al padre Juan Viroche, encontrado muerto dentro de la parroquia Nuestra Señora del Valle, en la localidad de La Florida, marcan un compromiso de los hombre de la Iglesia en la contención de los adictos, lo que también implica molestar a aquellos que hacen de esa venta un negocio ilegal.
Quizás haga falta un compromiso similar por una porción mayor de tucumanos, los afectados directa e indirectamente por el narcotráfico. Hacen falta leyes, herramientas para combatir a esas organizaciones, acciones concretas del Poder Ejecutivo, una policía eficaz y una justicia que tome las cartas en el asunto.
Hay una especie de hartazgo entre los tucumanos. Se nota en las marchas y acciones en torno al pedido de esclarecimiento de la muerte del padre Viroche. Nadie cree que el sacerdote se haya suicidado, pero más allá de eso, creo que la sociedad tucumana se debe preguntar si no nos estamos suicidando de a poco, con nuestra anemia para reaccionar ante los males que aquejan al conjunto de la sociedad. No podemos dejar sólo a los Viroche que asumieron nuestra defensa.

Comments

Comentarios