“Escritores contra la pandemia”: La crónica de una muerte en primera persona

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Escritores contra la pandemia | El escritor tucumano Fernando Pérez nos muestra su capacidad narrativa y comparte con nosotros este cuento, muy original, en donde el humor se mezcla con lo trágico y con la imposibilidad de hacer las cosas pendientes de la vida.

Crónica de mi muerte

Mi vida ha llegado a su fin. No hay palabras de adiós emotivas. No hay reunión familiar con lágrimas alrededor de mi lecho mientras suena de fondo Adiós Nonino. No. Tan solo estoy yo, o mejor dicho, una versión muy poco encantadora de lo que fui, si es que alguna vez pude ser considerado un ser encantador.

Estoy en el piso del baño de mi trabajo. Nadie advertirá rápidamente que me ocurrió algo. Esta es una de las tantas veces que me quedé a trabajar después de hora, porque de ese modo puedo hacer mis cosas en paz. Es curioso, quizás me entusiasmé invocando a la paz, tanto que la encontré en su estado más absoluto.

No hay glamour en mi muerte. Estoy desparramado, con mis articulaciones plegadas de un modo antinatural. Y como frutilla del postre, mi cabeza impactó con el inodoro del baño antes de terminar de derrumbarme. Qué horror. Minutos antes estuvo sentado ahí el trasero de Hugo. Es injusto que el último rastro de vida de este mundo que me lleve sean las heces de un compañero.

Hablando de injusticias, deberíamos tener la chance de resetear la posición del cuerpo antes de ser encontrados. Como para dar una última buena impresión.

Mi corazón simplemente se detuvo de repente. No sé decirles la razón. Me morí y sigo sin saber grandes cosas de medicina. Seguramente será mi madre quien primero se angustie al no tener noticias mías y empezará la ronda de llamadas de rigor para ver si alguien sabe algo de mí, aunque esta vez sin éxito. Ese hilo de comunicaciones llegará hasta mi jefe, quien pedirá al portero del edificio que vaya a ver que todo esté bien conmigo.

Nuevamente el espanto. Seré descubierto por el portero que escucha a Valeria Lynch y a Amanda Miguel todas las mañanas. Él llamará a mi jefe y el hilo de comunicaciones hará el camino inverso.

La angustia de mi madre se hará realidad. De algún modo las madres saben lo que pasa sin necesidad de evidencias.

Mientras tanto, voy perdiendo color. Si siempre fui blanco esta vez el tono de mi piel parece papel. Llegaron médicos de un servicio de emergencias. Constatan que formalmente he pasado a mejor vida. Bueno, no sé si será una mejor vida, aún nadie me dio indicaciones sobre qué debo hacer, adónde ir, con quién debo hablar, si debo llenar un formulario o sacar un numerito.

Me pondrán dentro de una bolsa y me cargarán en una camilla, como si fuese una media res e iré a reposar al frío hasta que mi cuerpo sea retirado por mi familia.

Empezarán las llamadas y los mensajes, los “no puede ser, era tan joven”, “qué injusta es la vida”, “pobres sus hijos, tan pequeños” y por qué no, uno que otro “mirá, no me gusta hablar mal de la gente y menos de los muertos, pero por algo Dios hace las cosas”.

Las noticias de mi muerte llegarán antes a la madre de mis hijos y luego a la mujer que amo. La madre de mis hijos intentará en vano medir sus palabras para moderar el impacto del mensaje, pero, ¿cómo se puede alivianar el peso de la muerte?

La mujer que amo endurecerá su mentón, forzándose a detener sus lágrimas. Imposible. Un sabor metálico y amargo se adueñará de su garganta.

La vida seguirá para todos. Mi vieja convivirá con un dolor terrible, pero seguirá su camino. Mis hijos irán cada tanto a dejar flores a una lápida fría. Volverán a reír. Buscarán encontrarme en sus gestos y en sus facciones. La mujer que amo volverá a amar, otra vez sentirá esa comezón en el estómago. Cada tanto se preguntará el porqué, o qué hubiese pasado si, o por qué fui tan cabeza dura y nunca le hice caso de no quedarme después de hora.

Mis ahora ex compañeros de trabajo bromearán sobre mi espíritu que ronda en la oficina para espantar. No se descuiden, probablemente lo haga, acabo de agendarlo. Buscarán un reemplazo. Le dirán “ojo que el que se sienta ahí, pasa para el otro lado”. Ojo pibe, en serio.

Mi vida finalmente no fue lo extensa que imaginé. Pude ver reír muchas veces a mis hijos. He sentido (de verdad) al viento, al sol y a la lluvia. He caminado descalzo. He corrido y he caminado lento. Disfruté de los noventa, la mejor década para la música. Amé y fui amado. Abracé. Mucho. Dije “te amo” todas las veces que pude. Pero hubiese querido más. Más de todo eso ¿Cuánto? No sé, no estoy en condiciones de decir basta.

Me quedé sin tiempo para compartir ese malbec catamarqueño que siempre dije que iba a volver a comprar y nunca lo hice. Tampoco podré comprar más libros para mis hijos o para mi, ni recitarle a ella ese texto de Dolina mientras compartimos unos mates. Tampoco haré ese viaje que siempre tenía agendado entre mis pendientes. Y mis notas, esos papelitos que dejo por todos lados con frases ocurrentes, no tendrán sentido en un texto que los abrace. Todo eso irá al cuaderno de las cosas destinadas a no suceder.

Sigo sin saber decirles qué hay del otro lado. Si hay otra vida o una reencarnación esperándome. Prometo contarles qué sucede en cuanto lo sepa. Mientras tanto, esa intriga me está matando. Si es que es posible morir dos veces.

Si hay otra vida me encontraré en la disyuntiva de desear ver nuevamente a mis seres queridos pero a la vez, ojalá falte mucho para que ocurra eso. Y si hay una reencarnación, por favor, solo deseo volver a hallar a quienes amo.

Datos del autor

Fernando Pérez tiene 41 años, se define como padre de Lucía y Lautaro, contador público nacional y aficionado a la lectura y a la escritura desde que tiene memoria.

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Fernando-Pérez-escritor-tucumano.

Hace cuatro años comenzó a escribir con más asiduidad y metodología. Lleva escritor más de 200 cuentos, muchos de los cuales integrarán un libro de próxima publicación.

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