Hubo un brote de diarrea y colapsaron los hospitales. Los evacuados son más de diez mil.

En las escuelas de Aguaray –a 380 kilómetros al norte de Salta capital- todavía no empezaron las clases, pero las aulas están repletas. En lugar de bancos hay colchones y los pupitres son ahora las mesas en donde miles de evacuados comen un guiso de arroz que cinco cocineras prepararon en una olla de un metro de diámetro desde las siete de la mañana. El pizarrón se transformó en un tender donde secar la ropa y justo debajo, tres nenes argentinos que casi no hablan el castellano, duermen acurrucados.

La situación en el chaco salteño es crítica por donde se la mire. Nadie por aquí recuerda algo similar en sus vidas. Todos los pueblos y parajes que están pegados al Río Pilcomayo quedaron aislados y los evacuados ya son más de diez mil. Todos fueron derivados a distintas localidades cercanas, pero ellas también se vieron desbordadas y las autoridades piden, casi como plegaria, donaciones de calzado, agua y productos de higiene.

En Aguaray, el lugar más cercano a Santa Victoria Este, la zona más afectada por las inundaciones, viven unas 13 mil personas. Pero de un momento al otro llegaron más de mil damnificados en micros y camiones del Ejército con gente que llegaba mojada y con lo puesto. El resto ya había quedado tapado por el agua. Todos se bajaban en la plaza principal y a partir de ahí se los distribuyó por las seis escuelas que hay en el lugar.

Allí estaban por ejemplo Virgilio Torres y Ramona Sanchez, con sus seis hijos en el patio de la escuela María Agapita. Ellos nacidos en Santa María contaban todavía sorprendidos, lo rápido que subió el caudal del río. El hombre, de pocas palabras, abre sus ojos oscuros y redondos cuando se le consulta cómo fue aquel momento: “El cacique nos había dicho que estaba creciendo el río, algo normal para nosotros. Pero de repente se veía como el agua venía cada vez con más y más fuerza, hasta que empezó a subir y nos entró a la casa”.

Virgilio, ahora con una remera de los Rolling Stones que alguien donó, cuenta que lo último que vio antes de que los rescataran es cómo una de las sillas empezaba a flotar en el comedor: “No sabemos cómo está ahora, no sabemos nada. No pudimos volver y no sabemos si vamos a volver”, dice angustiado.

En la escuela Gauchos de Güemes ahora todo está limpio y hasta una peluquera vecina se ofreció a cortarles el pelo gratis a quien quisiera. Unas cincuenta personas observan los movimientos de las tijeras como un espectáculo increíble. No hay otra cosa para hacer mientras se espera que el sol le gane a la lluvia la pulseada para poder volver a casa. Es eso o sentarse en el salón de actos a mirar dibujitos animados en la tele.

Allí todo está más tranquilo, pero el viernes la situación se puso fea: un brote de diarrea que comenzó por el consumo de mango, fruta que muchos jamás habían probado en su vida, ocasionó que varios terminaran internados y otros derivados a Tartagal, la otra localidad grande más cercana. A partir de ese momento varias nutricionistas recorren los establecimientos y les indican a las cocineras qué deben preparar para que no se repita lo mismo.

“Esto nunca lo vimos en nuestra vida, hace poco más de 10 años nuestra localidad sirvió como refugio de muchos a quienes se les había inundado todo, pero no así, no como ahora. Estamos ayudando, trabajando con mucho esfuerzo con lo que tenemos y podemos. Pero acá en Aguaray ya colapsó todo”, afirma el intendente, Alfredo Darwis.

fuente. clarín

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