Por Manuel Ernesto Rivas. Cuando un guerrero se va a descansar, el tiempo parece detenerse una milésima de segundo para abrirle una puerta que excede a lo temporal y que se llama Eternidad. Esa puerta ya se abrió para Héctor Durand, un verdadero guerrero en el plano de la educación.

Durand se desempeñó en la educación de gestión privada, en el Instituto Tucumán y en el Consejo de Rectores de la Enseñanza Privada, que supo presidir y ser la voz cantante en cada una de las cuestiones que involucraban a la educación provincial y nacional.Pero sostenía que no se debía alimentar la antinomia entre Educación privada y pública, porque formaban parte de una sola cosa.
Héctor fue verdaderamente un guerrero, un luchador, un “Quijote” que no sólo se enfrentó contra molinos de viento, sino también supo dejar una huella en una sociedad en la que la educación no parece ser uno de los pilares para sostener el progreso. Él sabía que sólo el mejoramiento del sistema educativo era la clave para la transformación social y la promoción de ciudadanos comprometidos, de futuros dirigentes y funcionarios que deberían tomar sabias decisiones para el bien común.
Pero también sabía que había siempre intereses políticos, errores garrafales, desaciertos en la definición del destino de la educación. Había que ponerse de acuerdo entre todos los sectores. Vivió de cerca el fracaso de la llamada Ley Federal de Educación, de la que fue crítico en materia de aplicación y adecuación a las realidades de nuestro país.
Según su opinión, no era bueno copiar una ley que ya había fracasado en España. Lo decía como conocedor de realidades en distintas partes del mundo, y por la propia experiencia de haber realizado toda una carrera educativa en una institución que se transformó en sinónimo de su nombre. Había sido alumno, fue preceptor, profesor y rector. El día de la despedida, por los incipientes problemas de salud que ya se hacían sentir, fue homenajeado y mimado por toda la comunidad educativa del Instituto Tucumán. Hubo lágrimas y emoción al por mayor. El reconocimiento más grande que pudo tener en su carrera, fue el afecto de quienes trabajaron con él, fueron sus alumnos, profesores o aprendieron a su lado desde la sabiduría que demostraba con una humildad única.
Apasionado por el periodismo, pasó por la redacción de La Gaceta y por Canal 8, entre otros medios, pero llegó el momento de elegir y lo hizo por la educación. Esa elección siempre le dejó un gustito amargo, pero nunca renegó de ella, porque recibió el amor de toda una sociedad que supo valorar sus aportes. El rectorado fue el corolario de su carrera, en donde tuvo como guía a un “monstruo” del periodismo y la enseñanza, Julio Aldonate. Siempre le agradecía a don Julio haberlo retado para que no dejara el instituto por el periodismo. “Fue un consejo sabio y una gran decisión”, sostenía.
Cuando algo le molestaba, ya sea en el periodismo o en la educación, solía decirme: -Ese no sabe ni esperar el colectivo.
Paradójicamente es una de las expresiones que hice propia y que la uso cuando se presenta la ocasión.
Tenía una capacidad analítica envidiable. Si no se entendía el escenario, mucho menos el rol de los actores. La materia educativa era la que más dominaba y cualquiera que requiriera ser “desburrado”, tenía cabida y minutos en su despacho de rector.
Para mí fue un padre, un amigo, un confidente. Todo eso potencia el dolor de su partida.
Ya no podremos saludarnos como lo hacíamos al decirnos: ¿Cómo anda mi viejo lobo de mar?
-¿Qué dice mi viejo yacaré?
Pero lo haremos en otro mundo, en otra circunstancia, en otro ámbito espiritual, en donde despuntaremos charlas, casi como padre e hijo. En donde no habrá enfermedades que deterioren el alma, sino luz eterna para alimentarlas y mantenerlas por siempre.

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