Un Día del Padre especial | Compartimos la publicación virtual de la compilación “Papá, te digo…” concretada por la escritora y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE-Tucumán), Alejandra Burzac Sáenz. Trabajos poéticos.

En el prólogo de la compilación, Burzac Sáenz señala que “estamos sumidos en este tiempo en el que elabrazo, el beso, el simple roce de las manos es peligroso. Un tiempo en el que la vida se re significa porque el mundo está amenazado de muerte en todo el globo terráqueo. Desde el confinamiento obligado por una tragedia mundial, una triste pandemia,
convoque a los escritores a re pensarnos. Detenernos a descubrir quienes somos. De donde venimos y hacia donde vamos. Esta es la búsqueda que tuvieron tienen y tendrán los grandes pensadores, filósofos y escritores, el tema que llenará páginas sin que vislumbremos una respuesta cierta”.
“Y aparece el génesis, el principio. Esos dos elementos necesarios para que seamos una posibilidad, una potencialidad, una aventura universal, Papá y Mamá son más que necesarios. Sabemos que todas las palabras están pobladas de subjetividad. Está construida por la emoción que rememora. La palabra: Papá, por lo tanto, es un cúmulo de significados que van desde lo más visceral, profundo y puro a lo más obscuro, tormentoso y cargado de resentimiento, según quien la pronuncie y quien la reciba. La palabra Papá es una multiplicidad de voces golpeando en cada escritor y en cada “Papá te digo…”
lector de una manera diferente. Con su propia fuerza vital y su propio ritmo. Duele o ilumina. Ata o libera”, agrega.
Sobre el trabajo señala que “hemos propuesto este papá, te digo… para que nos expresemos desde donde podamos y exorcicemos sus demonios o plasmemos ángeles y dioses. Lo blanco y lo negro. Lo bueno y lo malo… Sin olvidar que todo es relativo, que siempre eso que emocionalmente nos une al vocablo es personal y distinto”.
“Trabajé esta compilación sin juicio ni apología. Solo intentando dejar fluir lo que nuestra expresividad derrame. Y que salga a La Luz el grito de agradecimiento o de reclamo. Pero las voces se unieron para dar gracias, para trascender desde el amor y encontrarse con esta parte fundamental del ser que es nuestro Padre”, expresa la compiladora antes de dejarnos a las puertas del deleite literario.

 

Narrativa

La guitarra – Alicia P. de Corletta (Marcos Juárez, Córdoba)

La guitarra de mi padre fue para mí muy especial, solo él podía sacar esos arpegios, tenía la música en sus manos; sus dedos imprimían magia en sus cuerdas brillantes.
No quiso enseñarme a tocarla porque consideraba que no era apropiado para una niña. Pero, educó mis oídos mientras lo escuchaba, todas las tardecitas, cuando practicaba canciones nuevas o enseñaba a niños y jóvenes varones.
Otras veces, a pedido de su madre (mi nona Concepción), Jorge tocaba el vals “El puentecito”; ella decía: “mi piace tantìsimo esa canzone, è molto bella”. Y la cantábamos los tres o, también, “La bella romanina”, que entonábamos en italiano, mientras mi nona se alejaba secándose las lágrimas con el delantal de cocina, que llevaba puesto todo el día
sobre su vestido. Seguramente, le recordaban su tierra natal, a la que nunca regresó.
Mi padre solía decir: “Si mis dedos dejaran de tocar esta guitarra, me moriría; siento que cuando interpreto una canción me olvido de todo, de mis preocupaciones, mis tristezas, hasta de mis odios”.
Era verdad, porque la música salía con mucha pasión de su corazón, bajaba por sus dedos, por su voz y se volvía trino melodioso. Una tarde soleada de invierno, se recostó un
ratito a descansar y se le fue la vida, como se va de entre las manos la fina arena.
Aún sigue intacto en mi memoria el recuerdo dulce y tierno de su canto, de su manera de sacarle a las cuerdas las palabras de cada canción que interpretaba, pues como decían por ahí: “hacía hablar la guitarra” y quienes lo escuchaban se emocionaban hasta las lágrimas, o reían hasta el cansancio con sus “¡Aro, aro!”, con los que divertía a los demás, porque a él no le gustaban. ¡Cuántos momentos compartidos con su guitarra como protagonista!
Hoy, mi alma ha vuelto a volar por los caminos del pasado. Es muy difícil explicar la sensación que produce, quizás nostalgia junto con alegría y tristeza.
Sigo respetando tu decisión papá, no aprendí a tocar la guitarra, pero te agradezco por transmitirme la sensibilidad por la música y por apreciar la caricia de las palabras, convertidas en canto. Además, la tolerancia por la vida en cualquier circunstancia y lo más sagrado para vos, hoy también para mí, el bálsamo que inunda el alma a través del melodioso sonar de una guitarra.
¡Te extraño tanto papá!

Papá, te digo… – Berta Milagro Assef (Jujuy)

En recuerdo a mi papá que hace muchos años solo está en mi corazón Papito querido, te fuiste muy pronto, yo era chiquita y te necesitaba; supe de todo tu cariño, para vos era tu muñequita preferida; me enfermé cuando te fuiste, no lo quería aceptar.
Tu recuerdo quedó en mis sentimientos: un apodo que de pronto me llegó muy profundo sin saber porque, era, el que tu me regalabas en cada momento; recuerdo cuando mi hermano mayor me dijo un día, “Queca “,yo sentí que mi corazón latía con emoción, le pregunté el porqué y me contestó que tu me decías así.
Si alguien decía algo negativo de ti, no importaba la edad que yo tuviera, sentía como si me clavaban un puñal y lloraba, entonces este hermano mío me contaba como eras; un papá muy cariñoso y dedicado por completo a la familia y una hermosa persona.
Estás tan adentro de mi corazón que en vida de mamá te pedía que me ayudes a cuidarla, y lo pude hacer hasta sus últimos días.
Veo tu foto, eras muy lindo papito, según ella y los comentarios yo me parecí a ti hasta que llegué a la madurez y ahora me dicen que me estoy pareciendo más a mi mamá.
Sabes que ella fue una mamá excepcional, sufrió mucho tu partida y nos educó a todos con los mejores valores, ella decía que vos los compartías.
Ese apodo que vos me pusiste, solo una vez lo escuché dirigido a mi, cuando Karim lo dijo; ahora que escribo lo uso cuando debo poner al final de un trabajo, un seudónimo.

Carta a mi papá – Carlos Monteros (Metan, Salta)

Me hubiera gustado conocerte, no recuerdo si me cargaste en tus brazos o que hayas intentado enseñarme a caminar. Mis ojos no fotografiaron tu figura, ni ha quedado registrado en mi olfato el aroma a sudor de tu cuerpo. Fue escaso el tiempo que transitamos juntos. Yo llegué el 6 de abril del ‘43 y vos te fuiste el 2 de agosto del año siguiente.
Me cuentan que siendo la madrugada, noche aún despertaste a tu mujer para decirle “Felisa me muero” y quedaste en silencio exánime en la cama matrimonial que sí conocí cuando niño. Nacimos once hermanos, dos de ellos se fueron antes de llegar yo, por lo que soy el número nueve que sobrevivimos junto a la hermosa mujer que fue tu
esposa, mi mamá.
Qué coraje, qué amor al criarnos, en esos años, nada sabíamos de sueldos estatales, de obra social, no había planes sociales, pero en tales cuestiones no pensaba, porque hacerlo era distraer esfuerzo que si se lo utilizaba para procurarnos alimentación, vestidos y escuelas, sobre todo esto último, escuelas.
Teníamos cuatro vacas lecheras que nos proveían ese alimento básico, se vendía en botellas de vidrio que distribuíamos a los vecinos en alforjas colocadas sobre el lomo del moro o del tostado; también fabricaba quesos que semanalmente vendía, con lo que se juntaba algunas monedas, el resto de ingresos para alimentar la prole, venía de
la fabricación de cigarros en chala, con clientes fijos que no fallaban.
Teníamos en las temporadas de producción higos, membrillos, nísperos, caquis, duraznos y
naranjas, muchas naranjas que proveía una quinta de viejas plantas. Se plantaba batata, ancos, zapallos, maíz, arvejas que acompañaban a la caña de azúcar que consumíamos en época de cosecha.
Teníamos pavos, gallinas ponedoras por lo que huevo no faltaba, los hermanos mayores que trabajaban la caña, arrimaban el dinero para comprar azúcar, harina en bolsas, con lo que se hacían panes al horno de barro, los sin grasa para acompañar la comida y los bollos con grasa para el mate cocido y los mates. La grasa que se usaba para cocinar era la que comprábamos en la carnicería con la que hacíamos chicharrón, que usábamos en los
bollos, otro ingreso de grasa era provisto por los cerdos que una vez al años se faenaba, eran engordados expresamente para tal fin, de ellos también se hacían chorizos que se guardaban en grasa y tamales de los que comíamos nosotros y se hacía parte a familiares cercanos…
Perdón, ya me fui de lo que quiero abordar, lo que dije hasta aquí vos conocías muy bien, es más siempre te recordaban y allí me enteraba de quien fuiste, de tus enseñanzas, de la manera como te relacionabas y como amabas a tu esposa, a tus hijos, de la preferencia que tenías con tu hija menor –ella continúa recordándote en los momentos que tuvo la
bendición de tu presencia. Todos tus hijos, mujeres y varones fueron ejemplo para mí, yo observaba, aprendía y avanzaba a ser hombre.
Tuve el privilegio de amar, de encontrar buenas mujeres en el camino; la madre de mis hijos fue un ejemplo de compañera, que parió los hijos que me hicieron padre. Cada uno tuvo la libertad de ser mujeres y hombres de bien y eso es algo que comparto con vos, lógicamente que para nada es comparable tus 9 hijos en la década del cuarenta y
yo con cuatro desde los setenta en adelante.
Te cuento y a modo de ir terminando que tengo diez nietos, seis mujeres y cuatro varones, que desde el año 2005 en que me fui de casa, por desavenencias propias del envejecimiento de los afectos entre la madre de mis hijos y yo, conocí y viví con una mujer muy especial que unidos en un proyecto de vida, aprendimos cosas hermosas para
afrontar los años por venir, pero también vino una enfermedad que se la llevó de mi lado. Inmersa en su dolor, tuvo el valor de orientarme a reencontrar el amor y ahora en mis 76 años que cumplí en abril, tengo por compañera a una mujer encantadora, con la que me casé en el 2011 y sabes qué todos los días celebramos la vida y damos gracias a Dios por
darnos esta oportunidad de estar juntos.
Ahora te diré cuál es el significado de esta carta, es decirte algo que nunca te dije, es darte las gracias por la sangre, por la herencia, jamás te extrañé, por lo que te narré en un comienzo sólo sé que te amé siempre, recibe esto de tu hijo en el lugar que te encuentres, este día que se eligió para celebrar el día del padre.

El joven mano de hierro y el cuerpo diminuto gestado – David Burzac (San Miguel de Tucumán)

Todo empezó cuando la atracción y los afectos se apoderaron del inquebrantable silencio de una caricia, una mirada y piel a piel en el trascurso del deseo entre el joven manos de hierro y la dama de la bailanta.
Aquello que parecía una escena de armonía de cuerpos danzando, se gestaría la dicotomía estructura de un devenir cuerpo diminuto.
Fueron los nueve meses más misterios en las entraña de una madre primeriza y las manos inquietas de un padre a la barriga encapsulada por el irresistible entusiasmo de llegada de un hijo.
Al cabo de un sábado cuando la luna se apodera de los cielos, ese pequeño engendrado primerizo vio la luz de su hábitat espacio que sería su adaptación y envoltura, en síntesis: nació con un llanto en llegada nocturna. Eran como las tres y cuarto de una madrugada helada de aquel agosto inesperado donde un joven paternizándose se encontraba con la
letanía del nacimiento de su esperado bebé.
La primera mirada a ese diminuto humano se hacía en los ojos del joven una lágrimas de bienvenida templanza. En ocasiones donde lo imprevisto reina los previstos a porvenir ser padres puede construir y derribar castillos de un plan a determinar.
Esta historia cuenta sobre aquellos jóvenes seducidos por la receptividad del querer ante un milagro bio, –canalizado de la magnitud sorpresa de la creación humana–, aunque no planificada apertura de crianzas.
La emoción y contemplación a cabo de unos días del niño nacido harían de sus vidas un avatar de incertidumbres y certezas. Dicen los dichos populares que cuando un diminuto cuerpo es sostenido con sorpresa de templanza se hace el momentos un abanico de esperables suspiros y sonrisas enmarcadas en las comisuras de los labios.
Sostener en los brazos y hablar a un primerizo niño marcó las experiencias de paternidad del joven manos de hierro, entre ellas un mayor involucramiento percibido, un deseo de ser distinto a cómo fueron sus propios padres, a cómo son otros padres, y a las formas de materializar el vínculo de paternidad cuando no es tangible en la vida cotidiana.
Las anécdotas se hicieron carne y hueso cuando al pasar los meses la niñez corporal del niño cuerpo diminuto comienza a ser llamado por su nombre, enfatizado en la gramática del pertenecer como hijo.
Ser texto de su historia contada es un campo racional y emocional que sólo puede existir cuando las personas tienen el andamiaje de admiración, o de la propia vulnerabilidad a quien se desea homenajear.
El cuidado es uno de los elementos centrales de la relación que tuvo este padre en la fragilidad del cómo percibió a su hijo. Los cambios de posturas, juegos, canciones y arropada han hecho del joven ser adulto, de manos de hierros a brazos que abrazan, de miradas de templanza a enseñanzas, de sorpresa a misterio paternidad, de bienvenida a Buenaventura.
Al pasar los años el cuerpo diminuto niño se evaporaba y un hombre–hijo con una hoja en blanco manchado mecanográficamente con tinta lo visibilizaba a su padre.
He oído en numerosos refranes la inmaterialidad de mantener como una piedra filosofal vivo, mediante al escritura, a quien nos otorgó nacer; a él, protagonista de esta historia por contarse, vivirá en estas hojas si alguna vez parte del hemisferio terrestre, y a vos lector de los ojos impregnados en los espejos de tú propio padre, estando o no en el cosmos planetario, abraza los cristales recuerdos de tu llegada.
Bio–Padre o padre asignado es al fin y a cabo la sangre historia de un deseo esperado.

Papá te digo… – Ellen Miserere de Pochettino (Marcos Juárez – Córdoba)

(Este homenaje a mi padre lo escribí el 4 de julio de 1976
y hoy me decido a compartirlo)
Hace varios años escribí un texto para mamá, pero hasta hoy no me había atrevido a dedicarte a vos unas palabras. El dolor por haberte perdido no me dejaba hilvanar conceptos y volcar en un papel los sentimientos que supiste despertar en mí, en los
pocos años que viví junto a vos.
Hoy, sin embargo, un impulso inexplicable me impulsa a escribir todo ese caudal que acumulé por años. Solo mi niñez y adolescencia compartí con vos y cuando recién iniciaba mi juventud, a los dieciocho años, te perdí. ¡Qué vacío me envolvió y aún perdura! Cuántas veces, a través de los años que siguieron a tu adiós definitivo, sentí la necesidad de tenerte, la necesidad de buscarte, de hablarte, de estar a tu lado y contarte mis cosas, porque yo no alcancé a hacerte confidencias, no tuve la suerte de apoyarme en vos y buscar tu consejo, tu guía. ¡Qué pronto te fuiste!
De pequeña fui tu niña mimada; muchas veces en tu gesto adusto o tu mirada seria, tras una travesura mía, se escondía un amor tan tierno y profundo que te costaba disimular.
¡Cómo recuerdo tu sonrisa! Es algo que no se borra de mi mente, todo lo que ella encerraba y, también, lo que irradiaban tus ojos, pequeños pero vivaces. El aspecto imponente de tu figura, alta y fuerte, se transformaba al aflorar tu sonrisa.
Mis recuerdos se remontan ahora a mi adolescencia cuando, sin dejar de ser niña, ya quería ser mujer, lo que no impedía que gozara a pleno, cuando tus brazos me levantaban en alto, con la misma facilidad con que se levanta una pluma y, balanceada de aquí para allá, te miraba con orgullo y pensaba: “¡Qué vigoroso y fuerte es mi papá!”
Y así llegó el día en que cumplí quince años y me diste el permiso para pintarme los labios, ¡qué importante fue para mí tu permiso! Vi en él tu aceptación de mi entrada al mundo de los “grandes”, pero para vos yo seguía siendo “tu nena mimada”.
Y, después, llegó mi título de maestra, aún no me vislumbrabas como mujer, seguía siendo tu pequeña y ahora te lo cuento: a tu lado yo también me sentía así. En mi mundo exterior, actuaba y pensaba como joven, casi mujer, pero a tu lado continuaba siendo tu hija, siempre niña, que buscaba la caricia mimosa, el beso regalón o la mirada cómplice, que
me consolaba por alguna reprimenda de mamá, muy merecida, por cierto.
Y, justo ahí, cuando mi risa enamorada te buscaba, cuando mis ansias juveniles necesitaban tus consejos de hombre, tu experiencia de padre para guiar mi incipiente noviazgo, justo ahí, te fuiste, justo ahí se borró tu sonrisa, se apagó tu mirada, se
aquietó tu vigor y tu vida comenzó a ser recuerdo.
Yo no podía creerlo o no quería aceptarlo. Recién hoy, a veinte años de tu viaje final,
puedo hablarte, cuando ya en mi vida sucedieron tantos acontecimientos… Me hice mujer, fui esposa y madre.
Al contemplar a mis hijos pienso en vos y creo ver al abuelo feliz que no alcanzaste a ser, ese abuelo que no pudieron disfrutar mis hijos, ¡si casi no pude disfrutarte yo!
Sin embargo, aun así, papá, quiero decirte, que los años que viví a tu lado, a pesar de haber sido pocos, me dejaron valorarte, de tal manera que mientras viva te diré muy emocionada: ¡Gracias por haber sido como fuiste! ¡Gracias por ser mi papá!

Mi padre tenía mil manos – Evelyn Pignani (Marcos Juárez, Córdoba)

Nunca, nadie tuvo tantas manos para mí, como mi padre. Manos ásperas de labriego. Manos ábaco en mis enredadas matemáticas, Borges en mis letras. Manos sanadoras de médico, cuando rozaban mi frente afiebrada. Manos de domador, agrietadas por el frío invernal, en cada una de sus mañanas, en los corrales. Manos samaritanas, que
ayudaban a luchar contra la langosta, abatida sobre el sembrado del vecino. Manos ennegrecidas de mecánico, en su herrería. Manos blancas, en la batea de amasado.
Manos enamoradas, cuando acariciaban la seda del vestido de mamá, girando felices en un baile. Manos implorantes, ante el patrón que reclamaba el pago de una cosecha, que la helada frustrara. Manos húmedas, ágiles, girando la manivela de la moledora de carne, cuando la familia y el vecindario se reunían en los días de “carneada”.
Manos consejeras, entre esos rudos hombres que bebían de sus palabras sabias.
Su ejemplo puro y bueno fue el sendero que me legó.
Las circunstancias de la vida actuaron, a veces, como cárceles; otras fueron rutas placenteras; otras, candados; unas gozosas, otras tristes. Hoy, perdida en una distancia imprecisa, evoco con honda nostalgia aquellos días sencillos. Sonrío, sí sonrío, no permitiré que la congoja de nuestra irremediable fugacidad, tiña mi admiración hacia él.

Gracias por el mundo de la ficción – Marcelo Bianchi Bustos (Buenos Aires)

Imágenes hermosas y palabras que recuerdo aunque tu voz ya la olvidé después de tantos años de no escucharla. Recuerdo, entre muchas otras cosas, dos situaciones repetidas que fueron altamente significativas. La primera de ellos la vivía casi a diario, todas las noches. Yo acostado en la cama y vos sentado a mi lado narrándome alguna historia.
Por vos comencé a amar a Mowgli y esa maravillosa obra de Rudyard Kipling. El libro de las tierras vírgenes lo comencé a conocer a mis cinco años por tu voz. Akela, Bagheera, Baloo, el terrible Shere Khan y toda una manada de elefantes poblaban mi imaginación que se fundía con la imagen de Tarzán en la televisión en blanco y negro. Pero esa imágenes mentales que tenía eran de todos colores gracias a tus palabras y cómo me las describías. Otro recuerdo de esa niñez eran esas historias de aparecidos que me contabas. Lejos de darme miedo –sé que no lo buscabas– cada historia me llevaba a imaginarme lo que me contabas: ese camino que se internaba en una cueva de una provincia del norte en la
que había arañas inmensas, esa tumba corroída por el tiempo que hizo que un fantasma le dijera a tu abuelo que tenía mucho frío, tantas, tantas historias. A estas historias narradas se sumaron las otras, las que me diste con ese regalo cuando tuve hepatitis, el Cinegraf. Ese mundo maravilloso de literatura que se abrió ante mis ojos. ¡Fue increíble!
La otra situación se dio en mi cumpleaños número diez. Ese día llegaste con un regalo muy especial: un libro. Yo indirectamente te lo había pedido pero en un hogar donde faltaban muchas cosas sentía que era un lujo tenerlo. Y llegaste vos con Don Quijote de la Mancha. Qué alegría que me dio porque de esa forma podía seguir viendo en la tele unos dibujos
que estaban pasando con esa maravillosa historia y en paralelo ir leyéndolo. Me costó trabajo y solo leí la primera salida pero fue un inicio maravilloso.
Todavía guardo esa edición entre varias que tengo, que me fui comprando a lo largo de mi carrera profesional. Tal vez la edición de Martín de Riquer o la de Menéndez Pelayo sean mejores ¿pero sabes una cosa? Para mí la mejor es la que me regalaste vos.
No puedo separar ese libro de los sentimientos que me depara, con el amor. Ah, además lleva escrita tu dedicatoria.
Creo que los niños tienen derecho a la ficción, a la poesía, a desarrollar la imaginación. Yo fui un niño feliz porque vos hiciste que ese derecho se cumpliera en mí. Sólo gracias Papá, Víctor, por ese mundo de la ficción…

El poncho rojo – Rossana Brasca, (Marcos Juárez, Córdoba)

Este es un cuento autobiográfico, habla del último día de mi padre. ¡Feliz día Papá!
…6 de julio de 1972…
…Mucho frio…
…Cuatro de la tarde… Caía una persistente y molesta llovizna, las gotas se cristalizaban en su camino descendente.
En la cocina de casa se vivía un clima totalmente distinto, el calor de los juegos y la dinámica de los gritos, disfraces, alegraban la tarde, tacos agujas, labiales rojos, perlas, guantes de encaje, pelucas, todo lo que de niñas disfrutábamos con Daniela, mi amiga inseparable.
Sobre una silla, descansaba mi poncho rojo, obra de arte de mi madre, era muy rojo, tenía una guarda geométrica de color azul y blanco.
La puerta del escritorio de mi papá, que se había mantenido cerrada durante las aventuras de la siesta, se abrió, salió él, corrí a su lado, me abracé a su pierna; levanté la mirada y vi sus ojos negros, risueños, tiernos, su sonrisa amable, con su voz áspera de tabaco y café, preguntó a qué jugábamos, mientras su mano fina y suave acariciaba mi cabello.
Algo especial tenía su actitud ese día.
Nos sirvió algo, no recuerdo qué, y él se fue al dormitorio con un mate recién cebado.
Veía la manera en que Daniela miraba mi poncho, le gustaba. Le dije que le iba a pedir a mi mamá que le tejiera uno igual, rojo.
No se precisar el tiempo que pasó, solo que de, quisimos tomar mates, ahí comencé a llamar a mi padre, una, dos, mil veces y nada.
Curiosas y asombradas, corrimos a buscarlo; cuando llegamos al pasillo, vi sus piernas que apenas a la salida de la habitación, se movían y golpeaban el piso. Hoy había ido muy lejos, estaba bien lo de hacerme caballito en sus pierna, o cosquillas hasta morir, pero tirarse al suelo…
Llegué a su lado, ante mis ojos, mi ídolo, mi superhéroe, abatido en el suelo, convulso. Grité, lloré, no entendía nada, no sabía, pero algo me decía que eso estaba mal. Daniela miraba muda, petrificada, sobre la cómoda, cual silente testigo: el mate.
—Papá, ¿qué pasa?, ¡levántate!, va a llegar mamá y se va a enojar, ¡me da miedo!, ¡dale!
La única respuesta fue un sordo gemido, más convulsiones, y esa mirada…
Mis seis años no me habilitaban a muchas conjeturas. Tomé a Dani de la mano y quisimos ponernos las dos el poncho rojo, hacía frio. Debíamos pedir ayuda. Alguien tenía que levantar a mi padre y hacer que jugase conmigo, que me comprara chocolates, que me llevara al cine, al parque, a dar la vuelta al mundo abrazados.
Nada volvió a ser lo mismo. Me costaba pasar por el ante baño sin escuchar los desesperados intentos de papá por salir del infarto que lo alejó de mi para siempre.
Desde ese día tengo una hermana más, la de la infancia, la de las siestas de juegos, la que me acompañó en la peor tarde de mi vida, la tarde del poncho rojo.

Recuerdos – Norma Luayza (Chascomús)

Las puertas ya no se abren a la madrugada y la bicicleta dejó de partir escarchas. El balde y la cuchara ya no tintinean al chocar con los caños descascarados. Ahora, colgada en un soporte mira con tristeza la calle, la que gastó sus cubiertas en fuegos veraniegos o en amaneceres blancos.
Mi padre fue albañil. Él, el que llegaba exhausto en siestas de calor luego de trabajar en techos de cinc o el que con las manos lastimadas por el frío era capaz de dar una
caricia en nuestras cabezas.
Cuerpo gastado, vejez anticipada, preparaba el mate y se sentaba en el patio donde aún continuaba con el trabajo de la tierra, cuidando su quinta.
Él, el que decía “nunca tomes nada que no sea tuyo”, recordá que “sos lo que hacés y lo que no hacés” Si, así era él, el que no se quejaba por los dolores, al que no se le caía el pucho, sin filtro, de la comisura de los labios.
Él, el que me dejaba pasar con él las noches en que el cine se proyectaba en el vetusto cine del pueblo.
Al que le robé la primera pitada de un pucho tirado al pasto en el calor de la noche.
Él, el que se fue demasiado pronto y me dejó sin voz y sin aire para decirle:
−Cuánto te quiero, papá.

Ensoñación – Sara Argüello (Jujuy)

A la memoria de mi padre, Héctor Argüello, que me legó desde niña el gusto por la lectura.
Buscaba crear oraciones con sentido gramatical para mis alumnos cuando pensé en una que me llenó de nostalgia: “Mi padre hizo una biblioteca para los niños”, la oración reunía todo lo necesario para el análisis sintáctico, pero en ese “papá” estaba el mío que alguna vez, en mi lejana infancia, me construyó un mueble con la finalidad que sirviera de biblioteca.
Cuando niños, somos cinco hermanos, teníamos una mesa redonda toda vencida por el peso de nuestros brazos y el maltrato que recibía de nuestra parte, ya que en ella apoyábamos cuantos libros y carpetas teníamos, haciendo las veces de mesa, biblioteca, etc.
Un día, no recuerdo el año, mi padre nos hizo una biblioteca de madera rústica y valiosa a la vez, la pintó de un color verde claro y hasta le puso un barral para cortinas. Nuestro preciado mueble tenía un solo estante y un cajón, amplio y profundo, en el primero apilábamos los libros y en el segundo, guardábamos las carpetas y las hojas que por vida
de infantes fuimos escribiendo.
El tiempo pasó, crecimos y nos fuimos cada uno por nuestro lado y aquella biblioteca quedó atiborrada de cosas en un rincón del hogar.
Cada tanto regresamos a nuestra casa de la infancia y a lo largo de años fuimos sacando y compartiendo libros con familiares y amigos.
Actualmente, aquella biblioteca está casi vacía y dormida en un rincón de la habitación sin embargo, en mi caso en particular, en cada visita la busco y me busco en los pocos papeles que allí quedaron olvidados, en las marcas de los libros que otrora leyera, y que cada tanto evoco como hoy, cuando en la simpleza de la vida los recuerdos vienen a mi memoria a raudales.
Llevo muchas añoranzas atesoradas en mi corazón y cada tanto vienen a mí, como traídas por alguien, desde muy lejos cargadas de ensoñación y mucho amor.

A mi padre – Susana M. Ruiz Corvalán de Baum (Concepción, Tucumán)

Las noches de luna llena, siempre tendrán un encanto especial.
Estarás, aún sin estarlo.
“Bájame la luna” Quiero la luna!!…
Repetía una y otra vez, mientras que mi pequeño brazo se estiraba, tratando de alcanzarla.
Tus brazos protectores me alzaban y yo…creía tocarla.
“Bájame la luna” ¡¡Quiero la luna!!
La miro y me miras, quizás ahora podrás dármela…

Desde mucho antes… – Teresita Albarracín (Monteros, Tucumán)

Desde mucho antes que aprendí a balbucear tu nombre o, el solo saberte o presentirte, gracias a vos, siempre hubo una sonrisa en mis labios, un perdón a mis travesuras, esperanza a mis tristezas y así, pude compensar las carencias de nuestra vida
humilde. Te recuerdo como un rayo de sol afincado en mis bolsillos; siempre dispuesto y al alcance de mi mano. Vozarrón de trueno que no asustaba a nadie. Abogado y juez para arreglar entuertos o apaciguar un llanto contenido. Otras veces niño para canjear un dulce por un momento de estar en nuestros juegos. ¡Qué corazón tan grande el tuyo! Tan grande
que abarcaba todo el patio, el nuestro, el de los vecinos, en fin, el de la cuadra entera.
Padre, te me fuiste un domingo en pleno invierno, justo a la hora en que lloran las campanas. Tu postrer aliento subió al cielo enlutando para siempre a mi alma.

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